Agradezco a Sergio Larriera su
invitación para reflexionar acerca de una de las obras fundamentales de James
Joyce, Retrato del artista adolescente.
Para comenzar, decir que es una obra fundamental dentro de la narrativa Joyceana,
por su vivacidad, su inteligencia, su pensamiento, su capacidad para poner en
juego la estructura psíquica del sujeto Stephen
Dédalus, también por su armónica disparidad, su extravagancia, su locura,
su enfermedad, su alegría, su afán de libertad, por su poesía, por el
inigualable uso que hace de la lengua, etc., etc. Retrato del artista adolescente escribe
literariamente y literalmente, a través de su protagonista Stephen Dedalus, una parte importante de la épica adolescente de
James Joyce en una atmósfera de gran intensidad dramática. Y el nombre de su
protagonista, Dedalus, con
reminiscencias mitológicas, nos deja intuir el laberinto literario en el que
vamos a ser introducidos. Habrá que desenrollar un hilo de Ariadna para no
perdernos por esos recovecos incesantes hacia los que nos vemos conducidos por
la singular lengua de James Joyce.
Por eso, antes de adentrarme en las
interioridades de este libro de Joyce, quiero establecer un marco general
orientativo enumerando los aspectos de la obra por los que voy a transitar en
el día de hoy. Partiremos de consideraciones acerca del carácter iniciático
que, a mi modo de ver, tiene el Retrato…
en relación a toda la obra de Joyce. Desde ahí, formularé una referencia a su
estructura narrativa para afrontar, a continuación, algunos contextos temáticos
y conceptuales alusivos a la experiencia vital de Stephen Dédalus y a su relación singular con el lenguaje y el
cuerpo, contextos que trataré de significar en el ámbito de articulación entre
el psicoanálisis y la vida de James Joyce.
¿Cuáles serían esos contextos
significativos? Vamos a ver aparecer, en una ordenación lógica progresiva que
trata de facilitar la comprensión, la falla de la función paterna; la división
subjetiva y los síntomas que esa falla conlleva, tanto en relación a la lengua
como al cuerpo; valoraremos también el saber
hacer, es decir, la ruptura y el
distanciamiento que Stephen Dédalus produce
respecto a ese escenario sintomático adolescente y sufriente, y el consiguiente
tránsito que realiza desde el síntoma al sinthome;
veremos los elementos de la lengua que utiliza para realizar ese tránsito;
aparecerán a continuación algunas epifanías para entender la función que
cumplen dentro del retrato…; finalmente, estableceremos algunas conclusiones en
relación a las circunstancias que permiten que una experiencia particular se
transforme en obra universal.
Todo ello aparecerá dentro de un
panorama signado por una gran inestabilidad subjetiva estructural que nunca
llega a quebrarse, a desencadenarse en una ruptura generalizada. Estos serán,
de modo general, los elementos que formarán parte de mi reflexión.
Carácter iniciático del Retrato del
artista adolescente
Una vez establecido este proemio de
carácter orientativo, pasemos a señalar las consideraciones acerca del carácter
iniciático del Retrato....
Primer aspecto iniciático. Es la
obra que me parece imprescindible para entender el impulso joyceano hacia la
creación artística, pues enmarca el momento de la adolescencia y el rompimiento
con ella, lugares que circunscriben
las motivaciones subjetivas que estimulan ese impulso creativo y dan pie al
establecimiento de un nuevo destino para la experiencia vital de Stephen Dédalus.
Segundo elemento con carácter
iniciático. Dice R. Ellmann en la biografía que escribió sobre James Joyce:
“En
este libro había concebido toda la obra como una matriz en la que los elementos
del ser de Stephen podían formarse y transformarse” (R. Ellmann. P. 399)
Es decir, carácter iniciático en
tanto aparece, por primera vez, el aspecto de transformación del ser del
protagonista Stephen Dédalus.
Además de estos dos primeros
aspectos iniciáticos, hay que decir que, si bien el Retrato… fue escrito y publicado con posterioridad a Dublineses, su carácter iniciático viene
dado también porque fue con posterioridad a la escritura de esos relatos, que
se le revelaron a Joyce otros dos elementos que iban a conformar la
arquitectura elemental sobre la que iba a descansar su obra. El primero cuando,
estando Joyce en las idas y vueltas de Stephen
Hero, le reveló a Stanislaus
Joyce, su hermano, el propósito de convertir en obra su propia experiencia
particular. Esta experiencia que aparece en Retrato
del artista adolescente, podemos retrotraerla entonces, con su carácter
iniciático, hacia un tiempo anterior, Dublineses,
escrito a partir de su experiencia familiar y social en la ciudad de Dublín, y
también proyectarla hacia Ulises y Finnegans Wake. Por tanto, la
experiencia como tercer elemento del carácter iniciático.
El cuarto elemento iniciático y fundacional es más abstracto y ambiguo. Aparece en el final del Retrato... tiene que ver con el carácter mesiánico que infunde a toda su labor literaria:
“Salgo
a buscar, por millonésima vez, la realidad de la experiencia y a forjar en la
fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza”
Me inclino a pensar que Joyce, en
este carácter mesiánico, está concernido por lo que considera un impasse espiritual
y moral que atrapa a la sociedad dublinesa. Su misión sería rescatar a esa
sociedad, movilizarla y sacarla del estatismo en que se encontraba.
Quinto aspecto iniciático. La inestabilidad que Stephen muestra en su mismo origen. Dice en la frase anterior: “Salgo a buscar por millonésima vez”, pero hay que decir que es la definitiva. Esto nos indica las idas y vueltas que tuvo que dar James Joyce hasta decantarse por un quehacer literario que abordase una dirección decisiva y absoluta. Y vamos a ver que en esa experiencia que sale a buscar Stephen Dédalus con un fin mesiánico un tanto abstracto, en realidad se trata de algo más estructural que contener y delimitar esas idas y vueltas, se trata de amansar y domesticar los efectos de un lenguaje que, desde diversas procedencias, se le imponía produciendo síntomas desasosegantes que le hacían sentirse en un escenario vital de irrealidad.
La irrealidad sería el último
aspecto del carácter iniciático que señalo para el Retrato… Dice la voz omnisciente del narrador sobre Stephen:
“Lo
que él necesitaba era encontrar en el mundo real la imagen irreal que su alma
contemplaba constantemente” (Retrato... P. 718)
Es una cita muy curiosa, en el
sentido de que no parece iniciar este viaje para encontrarse con una realidad
convencional, sino para proyectar su inestabilidad, su irrealidad, hacia el
mundo real. “… encontrar en el mundo real
la imagen irreal que su alma contemplaba…”. El camino hacia el encuentro de
su irrealidad con el mundo real es lo que da significación al saber hacer artístico que iremos
tratando a lo largo de mi reflexión. En otras palabras, si tomamos todo el peso
de esta frase, en ella encontramos anticipada la irrealidad fundamental que va
a atravesar toda su obra literaria.
Estructura narrativa en el Retrato
del artista adolescente
Respecto a la estructura narrativa,
podemos demorarnos en el hecho de que en el Retrato...
un narrador omnisciente bien singular, cuente la historia de Stephen Dédalus, sabiendo el lector que
tanto Stephen como el mismo narrador
son trasuntos del autor, James Joyce. Como la Santísima Trinidad, tres en uno,
pero sin llegar, a mi modo de ver, a una heteronimia radical como ocurre en el
caso de la Divinidad, o como ocurre en el caso paradigmático del poeta
portugués Fernando Pessoa, todavía más radical que en la Divinidad.
Sin embargo, podríamos hablar de dislocación,
de división, e incluso de estructuración psíquica del sujeto Stephen Dedalus. Porque el lector que
esté advertido de la importancia que en Joyce, y concretamente en el Retrato…, toman pulsiones tales como la
voz y la mirada, siente, ipso facto esa dislocación, esa división, porque
comienzan a dibujarse una proyección de miradas diversas, como si estuviéramos
ante las fracturas imaginarias de un cuadro de Picasso, o ante las idas y
venidas de la mirada en un cuadro de Velázquez. Pero no solo miradas. Respecto
a la voz, y si tenemos en cuenta la peculiar relación de Joyce con la
conciencia religiosa, podríamos pensar que la voz narrativa parece la de una
especie de Dios tranquilo pero juzgador, que lo sabe todo, mirándose a sí mismo
como personaje literario desasosegado –Stephen
Dédalus— y éste afanándose en restaurar un puzzle cuya procedencia es la
experiencia mundana y real de James Joyce, situada bajo la égida de un delirio
religioso adolescente y signada por la falla de la función paterna. Es decir, un espacio real, tomado por
la voz omnisciente; un espacio simbólico, el del protagonista literario Stephen Dédalus; un espacio imaginario,
el de la experiencia vital de James Joyce.
Indudablemente, esta estructura
narrativa del Retrato... es una buena
forma de escribir literariamente a un ser humano, a un sujeto, a un ser que
habla, en la medida en que nos hace partícipes de cuestiones estructurales como
la división subjetiva de Stephen Dedalus,
la diversificación de esa estructura en tres instancias, real, simbólica,
imaginaria, sin eludir, además, el entramado
de pulsiones que colonizan su subjetividad.
Para dar mayor realce a esta
fragmentación subjetiva, evoco la novedad que, en la época, suponía el
planteamiento literario de Joyce, con esta concepción del sujeto como una
entidad dividida en su estructura. Recojo de la biografía escrita por R.
Ellmann una cita de la revista New
Freewoman, que en un editorial de 1913 preanuncia al Retrato del artista adolescente:
“Si
pudiéramos habituarnos a describir al hombre por cómo se siente en lugar de
hacerlo por la imagen física con la que se presenta ante nuestra vista,
destruiríamos el lastre que es el concepto de unidad”. (R. Ellmann. P. 391)
La falla de la función paterna en
Joyce
Acabamos de arribar, pues, a un
puerto importante, en el sentido de que el concepto de unidad, en efecto, va a
quedar totalmente cuestionado, pues entramos en el terreno de mayor
inestabilidad. Vamos a tratar de dilucidar y aclarar los motivos estructurales de
todas estas idas, vueltas y oscilaciones que acabo de resaltar. Para ello sitúo
un epígrafe con el título La falla de la
función paterna. Con él procuraremos acotar las singulares relaciones de
Joyce con el lenguaje y con el cuerpo, respectivamente encabezadas con los
títulos, La inestabilidad simbólica de
Joyce, La inestabilidad del cuerpo,
su caída imaginaria.
La inestabilidad simbólica de Joyce.
Este epígrafe alude, por un lado, a la
marca contingente recibida por Joyce desde la lengua inglesa, y por otro lado,
a su ex-sistencia, su “estar por fuera de...” “existir por fuera de...” respecto a la
estructura del lenguaje. Aunque parece necesario aclarar que esta ex-sistencia nunca aparece de una forma
radical, sino a través de indicios muy potentes.
En relación con la lengua, sabemos
que la originaria de Irlanda es el gaélico irlandés. Pero en toda Irlanda se
impone la lengua colonial, el inglés, que prácticamente arrasa con la lengua materna.
Pero esto no es sin consecuencias. Por ejemplo, Stephen Dédalus siente el vértigo de pisar un suelo que se le
escapa en el sonido de cada palabra que pronuncia en la lengua inglesa. Al
respecto señalo una cita categórica del Retrato:
“El lenguaje en el que estamos hablando ha
sido suyo antes que mío. ¡Qué diferentes resultan las palabras, hogar, Cristo,
cerveza, maestro, en mis labios y en los suyos! Yo no puedo pronunciar o
escribir esas palabras sin sentir una sensación de desasosiego. Su idioma, tan
familiar y tan extraño, será siempre para mí un lenguaje adquirido. Yo no he
creado esas palabras, ni las he puesto en uso. Mi voz se revuelve para
defenderse de ellas. Mi alma se angustia entre las tinieblas del idioma de este
hombre”. (El retrato... P. 790)
Por un lado produce la precisa
separación entre voz y palabra: “Mi voz
se revuelve para defenderse de ellas”. Es decir, siente perfectamente que
no son la misma cosa. Pero cuando la voz no es soporte de la palabra, cuando
ambas no entran en sintonía, la división subjetiva está garantizada en tanto la
voz se impone en su aspecto pulsional. De ahí el vértigo, el desasosiego, la
desazón, la defensa, la angustia.
Por tanto, exterioridad de una
lengua, la inglesa, lengua impuesta que no considera suya y de la cual acabará
exiliándose física y literariamente con el fin de poder vivir y con el fin de
construir su propia lengua en Finnegans
Wake, destruyendo literalmente la lengua colonial.
Más grave que esta exterioridad es
la posición subjetiva de ex-sistencia de Joyce en relación a
la estructura del lenguaje. Vamos a ver en este apartado cómo se presenta un fenómeno
elemental dando cuenta de la actividad de una estructura psicótica no
desencadenada. Dice la voz omnisciente y juzgadora del narrador:
“Aquella
monstruosa vida suya le había
arrojado más allá de los límites de lo real. No había cosa del mundo real que
le dijera nada, que le conmoviera, a no ser que despertara un eco de aquellos alaridos
furiosos que él sentía brotar de su interior (Goce del Otro). No podía responder a las llamadas de la
tierra ni de los hombres, sordo e insensible a la voz del verano y al gozo de
la camaradería, ahíto y descorazonado de oír el sonido de las palabras de su
padre (Otro gozador). Apenas sí podía
reconocer como propios sus pensamientos. Y se repitió lentamente en voz baja:
Yo soy Stephen Dédalus. Voy andando junto a mi padre que se llama Simón
Dédalus. Estamos en Cork, en Irlanda. Cork es una ciudad. Nuestra habitación
está en el Hotel Victoria. Victoria, Stephen, Simón. Nombres…” (P.
734)
Esta cita evoca, en primer lugar, y
de forma implícita, la presencia primordial del sujeto ante el lenguaje, sin
una garantía de inclusión predeterminada. En segundo lugar vemos que el padre
trasmite sonidos, no significados. Y al presentarse las palabras, la cadena
significante, como sonidos desprovistos de un significado preestablecido, no hay
palabra en ella que tenga valor si no es por el vacío y el goce que nos
trasmite. Se palpa el fenómeno elemental como carencia simbólica, como la
dificultad estructural que tiene Stephen
Dédalus para articular el significante con el significado. El efecto es que
no puede contener los “alaridos furiosos de su interior”, no
puede contener el goce, porque no dispone de una instancia simbólica que realice
esa función, que los acote, que los pacifique.
Lo que observamos es el laberinto en el que está metido Stephen Dédalus, laberinto de lengua y
de lenguaje, situándose al respecto en una posición de ex-sistencia. Por un lado, se siente por fuera de una lengua que no
es la suya; por otro lado, se siente por fuera de la estructura del lenguaje,
pues a Stephen le resulta complicado
encajar los sonidos en un léxico que
le permita hacerse con el significado, con el sentido, para conformar un
espacio reconocible de realidad.
Estas circunstancias parecen sugerir
el escenario que conocemos conceptualmente como forclusión del Nombre del Padre, forclusión edípica en
tanto el lugar regulador y normativo del Padre aparece, al menos, parcialmente
vacío. Pero el saber hacer de Joyce
trasmite a la lectura del Retrato la
idea de que en Stephen nunca se
produce una forclusión generalizada, un desencadenamiento radical, de tal
manera que parece caminar por un escenario neurótico. Es un escenario
garantizado por una suplencia, el ego
joyceano, que se ilustra en el Retrato…
por el afán de Stephen Dedalus de
construir una obra artística y su empeño decidido por situarla ante el Otro
social.
En resumen, Stephen Dedalus nos muestra, en este último episodio literario de
estructura psicótica, una verdad constitutiva que concierne a cualquier sujeto,
a saber, la exterioridad del lenguaje, en contraste a la posición de tantos
escritores neuróticos que se presentan como dueños y amos del mismo. En segundo
lugar, Stephen Dédalus está poniendo
en juego un escenario forclusivo en tanto no pudo articularse a la estructura
del lenguaje en un ingreso primordial, categórico e inequívoco. Por eso la realidad en que vive se le
muestra, en principio, tan volátil e irreal. En tercer lugar, en este contexto de
falla normativa funciona, como suplencia, la instancia que conocemos como ego joyceano, que le permite configurar su
propio deseo en el ámbito de lo artístico.
Este sería parte del escenario
sintomático que se le impone a Stephen
desde el terreno del lenguaje. Digo sintomático porque todo el libro está
contaminado por la aflicción, el desamparo, el desasosiego, la fragilidad y
angustia de Stephen Dédalus como sujeto. Es
lo que en el comienzo denominaba la épica adolescente de Joyce, como héroe
genuino que intenta sostenerse ante la falla de la función paterna. Dentro de
la experiencia vital de Joyce, este marco sintomático que presenta el Retrato, paradójicamente, va a ser el
resorte que lo catapulte hacia la obra artística.
La inestabilidad del
cuerpo. Su caída imaginaria
Vamos a seguir abundando
en el marco sintomático, entrando ahora en el apartado de las relaciones de
Joyce con el cuerpo, muy importantes para completar el entendimiento de su
falla estructural e ilustrar, desde otro punto de vista, la invención de esa suplencia,
el ego joyceano, que le permite
sostenerse como sujeto y no derivar hacia el abismo de un escenario psicótico.
Las referencias al
cuerpo en el Retrato... son diversas.
En general, son tomadas a partir de los episodios violentos protagonizados por los
compañeros de Stephen Dédalus hacia su persona, o bien se refieren a los
castigos corporales, de carácter disciplinario, infringidos por sus maestros
jesuitas. Tanto unos como otros, se nos muestran como proyecciones casi
literales de la experiencia vital de James Joyce a través del cuerpo de Stephen Dédalus. Y la experiencia más
elocuente al respecto, en tanto permitió al psicoanálisis extraer de ella una
elaboración teórica, tiene que ver con la paliza que le propinan a Stephen unos compañeros de clase, Heron,
Boland y Nash. Es relatada en el capítulo II del Retrato..., y fue tomada por Jacques Lacan en el Seminario 23 para ilustrar el
desanudamiento imaginario del cuerpo de Stephen
Dedalus en el acontecimiento
violento perpetrado por sus compañeros. Dice el narrador después de relatar la
paliza:
“Y ahora, mientras recitaba el Confiteor entre las risas indulgentes de
los otros dos y mientras las escenas de este ultrajante episodio pasaban
incisivas y rápidas por su imaginación, se preguntaba por qué no guardaba mala
voluntad a aquellos que le habían atormentado. No había olvidado en lo más
mínimo su cobardía y su crueldad, pero la evocación del cuadro no le excitaba
al enojo. A causa de esto, todas las descripciones de amores y de odios
violentos que había encontrado en los libros le habían parecido fantásticas.
... había sentido que había una fuerza oculta que le iba quitando la capa de
odio acumulado en un momento con la misma facilidad con la que se desprende la
suave piel de un fruto maduro”.
Dos cuestiones
importantes para la reflexión, la carencia de afectos y la metáfora del
desprendimiento. Se abren camino dos posibilidades. Una de ellas, en tanto Stephen no muestra afectos negativos en
relación a la agresión sufrida, es la del masoquismo, es decir, que la paliza
le causara placer. Pero si seguimos la metáfora del desprendimiento de la piel
del fruto maduro nos vemos conducidos hacia un desprendimiento estructural.
Dice Lacan en el Capítulo X La escritura
del ego en el Seminario 23:
“Pero más bien sorprenden las metáforas que utiliza, a saber, el
desprendimiento de algo como una cáscara.... Es como alguien que excluye,
ahuyenta el mal recuerdo” (P. 147)
En esta metáfora del
desprendimiento, hay que admitir que
la cáscara corporal, como imagen totalizadora del cuerpo de un sujeto, no
pertenece enteramente a Stephen Dédalus,
como no pertenece a ningún sujeto. Esto no constituye ninguna sorpresa para los
psicoanalistas, pues estamos dentro de consideraciones
sobre el ser hablante referidas a “ser un cuerpo” o “tener un cuerpo”. Como
sabemos, el sujeto “tiene un cuerpo”, “no es un cuerpo”. Y si lo tiene, puede
perderlo. Este es el sentido que le da Lacan al uso de la metáfora del
desprendimiento imaginario del cuerpo de Stephen Dedalus.
Lo que subyace en la
metáfora en cuestión es la noción de ego, y más concretamente, la carencia de un
ego narcisista en su función integradora del cuerpo del sujeto en una imagen
total. De tal manera que, al no desprenderse de la escena de la paliza ningún
afecto que soliviante al cuerpo –ya que el afecto es indisociable del cuerpo—
ningún odio hacia aquellos que se la propinaron, lo que se revelaría es una desarticulación imaginaria en el
sentido de que no aparece un cuerpo en su función de asumir los afectos
correspondientes a la paliza recibida. Es decir, se produjo un desprendimiento,
una caída de ese cuerpo como soporte afectivo.
Este
episodio nos permite, nuevamente, ilustrar la constitución del ego joyceano en otro de sus aspectos. Ante
la caída imaginaria que presenta Stephen, se establecería un ego corrector, reparador, suplente, un ego que
escribe. Esa sería la forma de restaurar el anudamiento estructural de James
Joyce entre simbólico, real e imaginario.
Es decir, el ego joyceano se
presenta en el Retrato… como escritura, invención singular que produce Joyce,
por un lado, para contener el desprendimiento imaginario de su cuerpo, por otro
lado, como la instancia que configura el deseo de crear una obra literaria y el
empeño de situarla en el mundo.
El cuerpo y lo
pulsional: La voz y mirada
Antes de abandonar la reflexión
sobre el cuerpo en Joyce, quiero abordar la cuestión pulsional a través de la
voz y la mirada, que son las pulsiones que azotan con vehemencia el cuerpo de un
Stephen Dédalus inmerso en su delirio
religioso, y signado por una relación mortificante con el pecado y la culpa. Dice,
nuevamente, la voz del narrador:
“Pero
cómo sujetar los sentidos del alma. Que aunque sus ojos estaban fuertemente
cerrados, veía los lugares donde había pecado; y oía, aun con los oídos bien tapados.
Deseaba con toda su alma dejar de oír y de ver…” (P. 761) “Los ojos veían la cosa sin haber deseado
verla. Pero, ¿es que esa parte del cuerpo comprende o qué?... Y según eso,
aquello era una parte de él o era una cosa inhumana, movida por un alma bajuna”
(Fin
página 761). “Sentía un malestar
en el alma al imaginarse una torpe vida de reptil que dentro de él se estaba
alimentando de su delicada sustancia vital, engordando entre el cieno del
placer” (P. 762)
Pocas páginas de la literatura son
tan ilustrativas y precisas en el señalamiento de la pulsión afectando al
cuerpo y dividiéndolo. ¡Qué maestría nos ofrece el Retrato... en estos párrafos, mostrando la diferencia radical, en
el campo escópico, entre visión y mirada, así como la diferencia entre voz y
palabra! Ningún párpado cerrado de ningún ojo puede impedir la emergencia de la
mirada; ninguna escucha puede no espantarse, o cuando menos asombrarse, aún con
los oídos cerrados, ante la preeminencia de una voz que no se aviene a sostener
ninguna palabra. En este sentido, voz y mirada aparecen aquí como ejemplo de
ser las pulsiones que mejor eluden la castración, en el sentido de que nada
puede evitar su emergencia, y ejemplo también en tanto dividen al sujeto y le
hacen parásito de un goce que no puede controlar. Nada puede evitar su
emergencia, ninguna voluntad puede detenerlas.
¿Qué es la mirada para Stephen? Algo que siente como otredad, aunque, como no puede ser de otra
manera, es algo propio. Por lo tanto, la mirada a aparece como incidencia que
provoca la división subjetiva de Stephen:
“Que
aunque sus ojos estaban fuertemente cerrados, veía los lugares donde había
pecado; “Los
ojos veían la cosa sin haber deseado verla. Pero, ¿es que esa parte del cuerpo
comprende o qué?... Y según eso, aquello era una parte de él o era una cosa
inhumana, movida por un alma bajuna”
Está clara la separación entre
visión y mirada. Los ojos están cerrados, pero Stephen es mirado desde el pecado. La mirada está conformada,
esencialmente, por su sentimiento de culpa, y se concreta en la luz brillante
del infierno dantesco –que es su propio infierno— descrito en el delirio
religioso de Stephen Dedalus; también
se concreta en la vigilancia que ejerce el Arcángel San Miguel. Para esas
miradas, Stephen es cuadro. O sea, es
cuadro para la mirada que se conforma desde esa luz de un fuego infernal que
alcanza el cuerpo pecador para lacerarlo. Ante esa mirada corrosiva, Stephen Dédalus queda asombrado, petrificado,
detenido, acogotado, y sólo puede manifestar su perplejidad, la inutilidad de
su voluntad y su impotencia.
Y lo mismo ocurre con la voz, en
este caso la voz áfona de un superyó infatigable e insaciable.
“Siempre
existiría en su alma un inquieto sentimiento de culpa; se arrepentiría, se
confesaría, sería absuelto, se volvería a arrepentir, a confesar; le volverían
a absolver; todo inútil” (P. 769)
En efecto, todo inútil. Ante el
surgimiento de la voz insaciable del superyó, ninguna razón, ningún sentido,
ningún perdón, puede socorrer a Stephen
devolviéndole la plenitud corporal. Lo mismo que en la mirada, uno está
indefenso ante ella. Ninguna mano será eficaz para tapar la oreja, porque la
voz es el eco mudo que resuena en el interior del propio cuerpo. Stephen Dedalus sólo puede vivir el
asombro, la perplejidad, la impotencia, ante una pulsión que escapa a toda
voluntad y que le corroe el cuerpo y el alma.
Transformación del ser de Stephen. Del
síntoma al sinthome
Hasta aquí vimos todo el escenario
de inestabilidad estructural de Stephen.
Entramos ahora en el capítulo de la creación artística y transformación de su
ser, de la que hablábamos en el comienzo de esta reflexión. Stephen Dédalus, en relación con el Otro
social, frecuentaba instituciones simbólicas como la familiar, la religiosa, la
educativa, etc., imbricando en ellas, directamente, al síntoma sufriente
derivado de la falla estructural que acabamos de analizar. Y comienza a poner
en juego una primera transformación de su ser en relación con ese Otro social. Al
respecto, encontramos en el Retrato
una contundente declaración de intenciones:
“No
serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi
patria, o mi religión, y trataré de expresarme mediante algún modo de vida o
arte, tan libremente como pueda, tan plenamente como pueda, usando en mi
defensa las únicas armas que me permito utilizar, el silencio, el exilio y la
astucia”
¿En qué sostenía Stephen Dédalus la posibilidad de no servir
más a esas instituciones? En una abstracción. Desde el comienzo del retrato, intuía
que le esperaba una imagen propicia para inducir un cambio de rumbo en su vida.
Dice:
“No
sabía dónde encontrarla ni cómo, pero una voz interior le decía que aquella
imagen le había de salir al encuentro sin ningún acto positivo por parte suya…”
En efecto, esa imagen le salió al
encuentro como un acontecimiento contingente. Con ella vamos a ver que el Retrato... escribe, de forma categórica,
el final de la adolescencia y el rompimiento, sobre todo, con la institución
religiosa. Ésta, a través de su director, le ofrece la posibilidad de
convertirse en padre jesuita siguiendo lo que parecía una vocación religiosa de
Stephen Dedalus. Aquí se produce una
subversión absoluta de esa vocación, y una fractura irreversible. La imagen que
se le presenta ante este ofrecimiento es la de una vida lúgubre en el interior sombrío
de los muros de un convento. Esta imagen le resulta espantosa, insoportable y, hasta
diría, tan siniestra, que consigue disolver, de un plumazo, todo el delirio
religioso de santidad y privación en que vivía.
Quiero resaltar el carácter singular
de esta imagen. Podemos otorgar a la situación el carácter de epifanía, pues una
situación contingente produce una transformación profunda del ser de Stephen. Es
decir, se presenta una contingencia
que va mucho más allá de cualquier azar, pues realiza una interpretación, en el
sentido de que produce un corte, estableciendo una escritura nueva que deja sin
valor el pasado y conforma una dirección distinta para la experiencia vital de Stephen
Dédalus. Podríamos, por tanto, decir que es una imagen epifánica en el
sentido de que aparece el surgimiento súbito de una verdad, o de una
revelación, transformando el ser de Stephen.
¿Cómo manifiesta esa transformación? Dice el narrador en la misma línea de la
primera cita:
“Proclamar
penetrantemente a los vientos la liberación de su alma. Éste era el llamamiento
de la vida, no la voz grosera y turbia del mundo lleno de deberes y de pesares,
no la voz inhumana que le había llamado al lívido servicio del altar... ¿Qué
habían sido todas aquellas cosas sino el sudario que se acababa de desprender
del cuerpo mortal?... Su alma se acaba de levantar de la tumba de su adolescencia,
apartando de sí sus vestiduras mortuorias... Encarnaría altivamente en la
libertad y el poder de su alma, como el gran artífice cuyo nombre llevaba, un
ser vivo, nuevo y alado y bello, impalpable, imperecedero” (El
retrato. 779)
Estas citas muestran dos cosas. Por
un lado, la profunda transformación del ser de Stephen, pero también el señalamiento de un deseo naciente,
fundacional. Es decir, vemos en ellas como se pone en juego el carácter
matricial del que hablábamos en las consideraciones que hacíamos al comienzo
sobre el carácter iniciático del Retrato…:
“En este libro concibió toda su obra como
la matriz para que el ser de Stephen se formase y se transformase”. Ahora
lo vemos ya de una forma concreta, como declaración de intenciones que le hace
a su compañero de estudios Cranly. Viene a decir que no serviría más al síntoma
de forma sufriente, no serviría más al padecimiento –creo que Schejtman lo llama padrecimiento— que le venía de las instituciones, de la familia, de la educación religiosa, del ambiente social
de Dublín. Pero también estas citas nos señalan la nueva dirección que toma el
deseo de Stephen. Sostiene R.
Ellmann:
“En
su literatura Joyce fue más allá de la desgracia y las frustraciones, a las que
se había acostumbrado a ver como notas dominantes de su vida...” (R.
Ellmann. P. 420)
¿En qué sentido fue más allá de las
desgracias en el Retrato…? La apuesta
de Stephen es clara. Decía en uno de
los párrafos que acabamos de citar: “trataré
de expresarme mediante algún modo de vida o arte”. El arte será, en
adelante, la “expresión vital” de su
deseo. No quiere saber nada del porqué del síntoma, sólo del arte. Se trata,
para Stephen, de hacer otra cosa con
el síntoma más allá de la desgracia y las frustraciones.
Aquí entra en juego, de forma
específica y concreta, el saber hacer joyceano, o lo que es lo mismo, la
construcción de una obra que podemos caracterizar, dentro de la
conceptualización psicoanalítica, como sinthome.
Es decir, el mismo goce encerrado en el síntoma sufriente será, para Stephen Dédalus, el fundamento para construir
una obra artística. Por tanto, sinthome
como obra que se construye, no a partir del sentido oculto del síntoma, sino
sobre su mismo goce.
Vamos a ver, entonces, el alcance de
la transformación del ser de Stephen,
su saber hacer, y los elementos que usa en su construcción artística para
trasladarse del síntoma sufriente al sinthome
creador.
El exilio. Uso singular de la lengua
y de las figuras del lenguaje
Con la escritura del Retrato…, James Joyce parte hacia el
exilio de la lengua inglesa, hacia la destrucción de esa lengua, para crear su
propia lengua que, yo diría, coincide con el final de su obra, Finnegans Wake. Tanto en el Retrato como en Ulises, esa lengua está en proceso de construcción. Y coloca como cimiento
de la misma su propia falla estructural; como arquitectura exterior la lengua
derivada de esa falla, en tanto lengua inestable, dispersa, disparatada, tantas
veces sin sentido y, muchas veces fonemática; y usa como argamasa para esa
lengua, en gran medida, una de las figuras más importantes de la estructura del
lenguaje, la metonimia, algo que tiene que ver con los que se conoce
generalmente como monólogo interior. Es decir, Joyce carga con el fardo de su pathos para construir, con él mismo, una
lengua propia como obra artística. En este sentido, se revela, en el Retrato…, como prototipo de la posición
del artista.
Vamos a analizar, principalmente, la función de tres elementos. El primero lo acabo de nombrar, es el
privilegio que Stephen da a una de
las figuras más importantes del lenguaje, la metonimia; también nos detendremos
en la importancia que toman ciertos juegos con la lengua, juegos que tienen que
ver con lo que en psicoanálisis conocemos conceptualmente como lalangue –lalengüa— ese conjunto de inscripciones,
sonidos, balbuceos, ecos, resonancias, etc., con las que uno se engancha, de
forma particular, singular y primordial, a la lengua, o como lo plantea Miller,
la palabra antes de cualquier ordenamiento léxico-gráfico, gramatical,
sintáctico, o lo que es lo mismo, antes de ningún orden ni sentido. Y
finalmente, tomaremos el tercer elemento, que es consecuencia de estos dos, la
deconstrucción de la lengua inglesa.
Por lo tanto, lalangue, dispersión metonímica y deconstrucción. Con estos tres
elementos entramos de lleno en la “expresión
vital” de James Joyce en el terreno de lo artístico, un proceso de
construcción de una lengua propia que transita el goce loco de lalangue, pasando por esos párrafos o callejuelas
de enunciados que, repentinamente, y sin solución de continuidad, se desvían en
infinitas dispersiones y digresiones metonímicas, para, finalmente, conformar
una deconstrucción del sentido, del significado, de los mismos significantes y
de la gramática o, cuando menos, comprometer seriamente los usos lógicos, los conceptos
y las categorías lingüísticas tradicionales. Todo un riesgo para los lectores,
que corremos el peligro de detenernos desorientados, sin saber lo que leímos, sin
saber hacia dónde ir o, incluso, abandonando la labor. El comienzo del Retrato… es prometedor:
“Allá
en otros tiempos había una vez un vaquita (¡mu!) que iba por un caminito. Y
esta vaquita que iba por un caminito se encontró con un niñín muy guapín, al
cual le llamaban el nene de la casa”.
Estas frases iniciales son muy
curiosas, porque son indicativas de lo que trasmitía el padre: “Este era el cuento que le contaba su padre”.
Éste trasmitía juegos con la lengua y juegos con el sonido. Hay que decir que
la familia de Joyce era muy musical y el padre muy aficionado a las humoradas. Es
decir, si bien el párrafo no se sitúa por fuera del sentido –como no lo hace el
Retrato de una manera radical— nos
enseña cómo Joyce acabó
privilegiando lo que le vino del padre, el goce de lalengüa, el goce del sonido de esa lalengüa, en la construcción de su propia obra. Pero hay que decir
que si seguimos leyendo la página primera, esa deconstrucción se convierte en
un saber hacer, pues no hay allí un sufrimiento, sino una auténtica fiesta del
lenguaje.
Si en Dublineses, el sonido era un elemento que comenzaba a adquirir cierta
notoriedad, aquí se vuelve todavía más relevante. Lo
importante es entender que los sonidos diminutivos, “ita”, “ito”, “ñin”, “pin”, y el “mu” de la
vaquita, no tienen significado por sí mismos, sino que intervienen como
factores del juego y factores deconstructivos dentro del proyecto joyceano de
construir una lengua propia. Es decir, usados en una frase no tendrían mayor
repercusión. Pero es su uso reiterado dentro de la obra, lo que les da su valor
deconstructivo.
También podemos apreciar, en estos
juegos, la preocupación estética que Stephen
mostraba en relación al sonido. Hablando de un compañero de clase dice:
“Chupito
era una palabra muy rara... El sonido de la palabra era feo... Una vez se había
lavado las manos en el lavabo y su padre tiró después de la cadena para quitar
el tapón... y cuando toda el agua se hubo sumido lentamente, el agujero de la
palangana hizo un ruido así: Chup. Sólo que más fuerte” (P.
689)
Sirvan estos ejemplos para señalar la
atención constante que Joyce presta al sonido. Por ejemplo, si en un momento
habla de los golpes de las palas de cricket al golpear la pelota:
“Hacían
pic, pac, poc, puc” (P.
706)
… en otro momento
habla de las llaves haciendo:
“clic-clac, clic-clac” (P.
694)
… o cuando realizaron
la enésima mudanza, preguntó dónde estaban sus padres, y el hermano le responde:
“Fue-rí ron-ti bus-lí car-dí ca-ni sa-bi”
“¿Por qué causa nos vamos a mudar de nuevo, si es que se
puede saber?
-Por-ní que-bí el-ti ca-dí se-lí ro-bí nos-dí e-lí cha-bí. (P. 775)
Insisto, si traigo a
colación estos sonidos, es para poner de relieve su papel como factores deconstructivos
de la lengua inglesa y constructivos de su propia lengua, además de ser elementos
del goce de Lalangue de Stephen. Y si
en un principio aparecían imponiéndose como formas sintomáticas –tal como vimos
en el párrafo en el que el padre le trasmitía los sonidos— ahora forman parte
de un uso premeditado, de un invento que tiene que ver con la configuración del
sinthome de Joyce, es decir, de su
obra creativa y artística.
Pero también es muy significativo en
el Retrato…, el trabajo que Stephen realiza con la metonimia en la
concatenación de enunciados que se asocian disparatadamente y sin una ligazón
lógica aparente. Algo similar a lo que en psicoanálisis conocemos como asociación
libre, un concepto sobre el que Joyce había leído en la obra de Freud, y con el
cual ensayó en diversos escritos, como asegura R. Ellmann en la biografía que
escribe sobre James Joyce (P. 398);
Vamos a tomar un ejemplo del primer
capítulo, desde el párrafo que comienza: “Leyó
los versos al revés..., Y luego leyó de abajo arriba”. Además de la
deconstrucción de toda lógica sintáctica que impide la captación de un sentido
unívoco, es una manera de mostrar el deslizamiento metonímico de una asociación
libre que parece no tener fin, en un fatigoso torbellino de disparidad. No es
extraño que el narrador vincule ese goce de la palabra con un cierto
sufrimiento del cuerpo, y no es extraño porque esa deconstrucción implica un
trabajo agotador de pensamiento:
“Se
cansaba mucho pensando estas cosas. Le
hacía experimentar la sensación de que le crecía la cabeza”.
En esa metonimia pasa, sin solución
de continuidad, en apenas una página, de pensar en la política a pensar en el
universo, en Dios, en la familia, etc. Transcribo un párrafo del que elimino
bastantes renglones, porque lo que quiero es que se vea la locura, la
dispersión de la lengua y del pensamiento transitando metonímicamente de unos
temas a otros en tan solo una hoja:
“Le
disgustaba no comprender bien lo que era la política y el no saber dónde
terminaba el universo. Se sentía pequeño y débil. ¿Cuándo sería él como los
mayores que estudiaban retórica y poética? Tenían unos vozarrones fuertes y
unas botas muy grandes y estudiaban trigonometría. Eso estaba muy lejos.
Primero venían las vacaciones y luego el siguiente trimestre, y luego vacación
otra vez y luego otro trimestre y luego otra vez vacación. Era como un tren
entrando en túneles y saliendo de ellos y como el ruido de los chicos al comer
en el refectorio, si uno se tapa los oídos y se los destapa luego. Trimestre,
vacación; túnel y salir del túnel; ruido y silencio. Lo mejor era irse a la
cama y dormir. Solo las oraciones en la capilla y luego a la cama. Qué bien se
estaría en la cama cuando las sábanas comenzaran a ponerse calientes… En la
capilla había un ambiente nocturno y frío y los mármoles tenían el color que el
mar tiene por la noche. El mar estaba frío y oscuro debajo del dique, junto a
su casa. Más la olla del agua estaría al fuego para preparar el ponche...” (P.
692)
Toda una metonimia loca que parece no
encontrar un punto de anclaje. ¿Cuál es el punto de anclaje? Precisamente,
saber convertir esa deriva en obra, lo cual hace de la deriva una fiesta del
lenguaje, una consistencia sinthomática.
Pero la auténtica deconstrucción la encontramos
sugerida, no de forma explícita, cerca del comienzo del Retrato... cuando hace señalamientos de lecturas realizadas del
revés. En estos casos lo que se privilegia, además del sonido, es el
sinsentido, el rompimiento absoluto de la significación y del mismo
significante, o lo que es lo mismo, la destrucción pura y dura de la lengua.
Escribe allí unos versos:
“Stephen
Dédalus es mi nombre
E Irlanda mi nación.
Clongowes donde yo vivo
Y el cielo mi aspiración.
Y dice: Leyó los versos del revés, pero así dejaban de ser poesía. Y luego leyó
de abajo a arriba”. Podemos transcribir estos versos en todas las
direcciones para ver que la deconstrucción del sentido está garantizada. Por
ejemplo, de izquierda a derecha los versos quedarían así:
Erbmon im se usladéD nehpetS”
.nóican im adnalrI E
Oviv oy ednod sewognolC
“Nóicaripsa
im oleic le y
De arriba abajo:
“Nóicaripsa
im oleic le y
Oviv oy ednod sewognolC
.nóican im adnalrI E
Erbmon im se usladéD nehpetS”
Muchas veces me parece advertir, en
el uso de estos juegos y deconstrucciones, el poder de la ironía en
contraposición al uso trascendente de la lengua y al sacrosanto sentido, también trascendente, que quería
imponer en su vida adolescente. El goce que extrae de estos juegos es similar al
goce del niño en sus balbuceos fonemáticos, juegos con los que el niño se
regocija y él mismo se regocijaba. Como lector, no puedo evitar una sonrisa
cada vez que los oigo, sonrisa que casi se convierte en carcajada cada vez que
releo el ¡mu! de la vaquita.
En todos estos juegos, hay que
insistir, es importantísimo el funcionamiento particular de la función paterna
en Joyce. Si el padre no fue capaz de transmitir una función legal de significado,
sí contribuyó eficazmente al uso de la ironía, al privilegio del sonido y a la
disolución del sentido, pues era muy aficionado a los juegos con la lengua, a
los chistes, a los acertijos, a las imitaciones del sonido del habla de los semejantes,
a las humoradas, etc., etc. (P.
723 y 725).
Y con esto que le vino del
padre, Joyce hizo una obra que suplirá la carencia de una realidad estable, una
obra que, a pesar de su irrealidad, consiguió el reconocimiento del Otro
social. Como sabemos, su intención era poner a trabajar sobre ella a los
universitarios, a los hermeneutas, durante trescientos años. A fe que lo
consiguió.
La epifanía. Algunos ejemplos en Retrato del
artista adolescente.
Para
concluir quisiera tomar el tema de las epifanías en el Retrato del artista adolescente, considerando diferentes
definiciones sobre las mismas. En la Edición de David Hayman se recoge la
definición que dio el mismo Joyce sobre epifanía en Stephen Hero como “fases
memorables” de su mente o como ejemplos de “vulgaridad en gesto o habla”. Desde estas definiciones, Robert
Scholes habla de epifanías retrospectivas, epifanías oníricas, epifanías
dialogadas, etc. Por su parte, Richard Ellmann decía que la epifanía era para
James Joyce “la súbita revelación del
quid de una cosa”, o el momento en que “el
espíritu del objeto más vulgar… nos parece radiante”. También la epifanía
puede ser un momento de absoluta pasión. Entre todos estos sentidos, tomo lo
que me parece una epifanía retrospectiva, que aparece escrita en el primer
capítulo del Retrato… Las
traducciones sobre el mismo son dispares, en mi edición dice lo siguiente:
“Los Vances vivían en el número 7. Tenían
otro padre y otra madre diferentes. Eran los padres de Eillen. Cuando fueran
mayores, él se iba a casar con Eillen… Se escondió bajo la mesa. Su madre dijo:
“-Stephen tiene
que pedir perdón.
Dante dijo:
-Y si no, vendrán
las águilas y le sacarán los ojos.
Le sacarán los
ojos.
Pide perdón,
Pide perdón
De hinojos.
Le sacarán el
corazón,
Pide perdón,
Pide perdón.” (Retrato,
Cap. I. P 687. Ed. Aguilar)
Esta
epifanía tendría el valor de poner en juego el terror que Joyce tenía a
quedarse ciego y el temor a los pájaros. Y todo ello lo proyecta hacia una
escritura rimada que tiene la categoría de epifanía mostrando un afecto, una
escena memorable de su ser.
En
la misma edición de David Hayman se recoge una impresionante epifanía del
infierno, relacionada con el delirio religioso de Stephen Dedalus. Sería un ejemplo de epifanía onírica pero con las
traducciones igualmente dispares:
“Algunos seres se movían por el campo…
errantes, acá, allá. Seres cabrunos con cara humana, frente cornuda y barba
rala de un color gris como el del caucho. La perversidad del mal les brillaba
en la mirada dura… arrastrando en pos de sí la larga cola. Un rictus de cruel
maldad iluminaba con un resplandor grisáceo de sus caras viejas y huesudas…” Y
termina: “Se movían en lentos círculos,
para encerrar, para encerrar… con el lenguaje indistinto de sus labios, y el
silbido de las largas colas embadurnadas de estiércol enranciado… impeliendo
hacia lo alto las espantosas caras…
¡Socorro!” (Retrato,
Cap. III. P 761. Ed. Aguilar)
Un
ejemplo de epifanía apasionada y reveladora con un tono erótico la encontramos
en el viaje en el tranvía que escribe en el Capítulo II, junto con una
compañera:
“Era el último tranvía… El cobrador hablaba
con el conductor, y ambos hacía a menudo gestos expresivos con la cabeza a la
luz verde de la lámpara… Ningún ruido turbaba la paz de la noche, sino el de
los caballos al frotar uno contra otro los hocicos, al agitar las campanillas.
Los dos parecían
escuchar, él en el peldaño de arriba del estribo, ella en el de abajo. Mientras
hablaban, ella subió varias veces hasta donde estaba él y volvió a bajar otra
vez a su peldaño, pero en una ocasión o dos permaneció por unos momentos pegada
a él, olvidada de bajar, hasta que volvió a descender por fin. El corazón de
Stephen seguía el ritmo de los movimientos de ella como un corcho el ascenso y
descenso de la onda. Y comprendía lo
que los ojos de ella le decían desde las profundidades del capuchón y
comprendía que en un pasado oscuro, no sabía si en la vida o en el sueño, había
oído ya antes su mudo idioma. Y le vio lucir par él sus galas: el bonito
vestido, el ceñidor, las largas medias negras, y comprendió que él se había ya
rendido mil veces a aquellos encantos. Y sin embargo, una voz interna más alta
que el ruido de su corazón agitado le pregunta si aceptaría aquella ofrenda,
para la que sólo tenía que alargar la mano” (Retrato, Cap. II. P 721. Ed. Aguilar)
Quiero
hacer referencia también al importante trabajo de Zacarías Marco sobre el Retrato…, donde destaca tres epifanías
que hacen referencia a la verdad que surge de “los paradójicos
sentimientos del artista en su contacto directo con la vida… o epifanías como “los discursos verdaderos aunque no más sean retazos de discursos
escuchados en el hogar o cazados al vuelo en un paseo.”. Estos serían los
marcos en que se escribe la epifanía en relación a la verdad de Stephen,
momentos que “no se explican sino que se
experimentan”. Destaca tres momentos de epifanía en el Retrato, el encuentro con la niña de la playa (P. 779); la mujer del
vaso de leche (P. 786); y la doble mujer que canta en mulier cantat. Son recuerdos imborrables y metáforas de un destino (P.
821).
Dice Zacarías Marcos:
“Las tres
remiten a representaciones infantiles donde, bien a través de la mirada, bien a
través de la voz, se establece una comunicación con unos imaginarios femeninos.
Podemos aventurar que la primera fantasía sería el encuentro con el alma gemela
que comprende su deseo; la segunda, la tentación de la mujer madura que es a la
vez deseante y maternal, y que si uno se gira hacia atrás siempre la encuentra
(para ello lo hace); y la tercera, la más compleja debido al doble
desplazamiento y a la sublimación que ofrece el arte, rescata de nuevo a la
madre, ahora con el disfraz de criada cantando una relación amorosa entre
terceros, que es a su vez lavada con un cántico de virginal liturgia. Cada una
de las tres tiene su propio juego de equilibrios en la dirección de mantener
los tonos sexuales cuidadosamente amortiguados y “purificados” por el lirismo
de la descripción y la inocencia angelical de las tres protagonistas”.
Conclusión. Una obra universal
Con el Retrato… estamos ante una experiencia
particular que se proyecta, literal y literariamente, hacia una obra universal
por mor de diferentes circunstancias. Lo que traté de acotar en esta reflexión
es su valor universal en tanto presenta una estructura psicótica que no se
desencadena gracias al saber hacer del protagonista en relación a la falla de
la función paterna y la inestabilidad subjetiva que ella provoca.
Pero además, la
universalidad vendría dada por un recurso literario que plasma las teorías de
James Joyce sobre los géneros lírico, épico y dramático. Una evolución que
sería desde lo particular a lo universal, un tránsito desde la lírica a la
dramática. Se dice en la biografía escrita por Ellmann, página 329:
“El artista prolonga y medita sobre sí mismo
como centro de un acontecimiento épico, y esa forma va progresando hasta que el
centro de gravedad emocional se sitúan en un punto equidistante de sí mismo y
los otros. La narración no es ya puramente personal”
Al respecto encontramos
el siguiente párrafo extraído de la conversación de Stephen Dédalus con su compañero de estudios Lynch:
“El arte tiene necesariamente que dividirse en tres formas que van
progresando de una en una. Estas formas son: la lírica, forma en la cual el
artista presenta la imagen en inmediata relación consigo mismo; la épica, en la
cual presenta la imagen como relación mediata entre él mimo y los demás; y la
dramática en la cual presenta la imagen en relación inmediata con los demás”.
El mismo Stephen, en el capítulo V, explica este tránsito tan sugerente. Se trataría de ir
separando de uno mismo la experiencia particular y las emociones que vivió en
ella. La lírica sería una vestidura primordial, en tanto manifiesta la emoción
del instante que arrebata el espíritu del artista. En la épica, el centro de
gravedad iría progresando. Si bien el artista se demora sobre sí mismo como
centro del acontecimiento, consigue franquear la barrera personal y situar la
emoción en un punto equidistante entre el artista y el lector. El artista, como
sujeto, se va diluyendo, es representado por otros personajes y por otra
acción, hasta el punto de que la narración ya no sería puramente personal. Y en
la escena dramática y universal la acción llenaría tanto la vitalidad de los
personajes, que la experiencia, podemos decir, es la de ellos mismos. Stephen Dedalus se nos presenta como un
personaje verdaderamente real y universal, en tanto Joyce sólo estaría dentro
de la acción de una forma impersonal y, según él mismo, purificada. En este
sentido, presentaría una transformación radical de su ser. En ese tránsito, y según
sus propias palabras, el autor se convierte en una especie de amo de la
situación:
“El misterio de la estética como el de la creación material, está ya
consumado. El artista, como el Dios de la creación, permanece dentro, o detrás,
o más allá, o por encima de su obra, trasfundido, evaporado de la existencia,
indiferente, entretenido en arreglarse las uñas” (Retrato... P. 804)
Sólo quería evocar, por último, unas
palabras pronunciadas por el narrador omnisciente en el final del Capítulo IV, palabras que señalan un
escenario abierto para el deseo, en contraposición a toda aquella inestabilidad
de la que vinimos tratando:
“Bienvenida,
oh vida. ¡Vivir, errar, caer,
triunfar, volver a crear la vida con materia de vida! Un ángel salvaje se le
había aparecido, el ángel de la juventud mortal, de la belleza mortal, enviado
por el tribunal estricto de la vida para abrirle de par en par, en un instante
de éxtasis, las puertas de todos los caminos del error y de la gloria.
¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante!” (El retrato. P. 780) (R. Ellmann. P. 401)
En esta cita parecen reconciliarse
el delirio y la vida, una vida en la que James Joyce, finalmente, fue capaz de crear
el medio que lo comprendiese: su propia obra, o lo que es lo mismo, su propia lengua.
Otra cosa es que nosotros la comprendamos. De hecho, miles de hermeneutas se
empeñan en esa comprensión desde hace ya más de medio sigo, y todavía queda
mucho hasta llegar a los tres siglos que James Joyce les auguraba como tarea.
Muchas gracias.
*Wordsworth: “El poeta ha de crear el medio que lo comprenda”
1 comentario:
Muchas gracias por el estudio tan detallado de esta obra de Joyce, me ha ayudado a comprender muchos aspectos del Retrato que me quedaban en el aire.
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