Si en Un dios salvaje una
mujer dice algo así como "Un hombre
que no se atreve a estar solo es ridículo", Alberto Estévez cumplía
con creces este requisito. Incluso en la forma de morir, por lo que sabemos,
mantuvo hasta el final esta gallardía. Fue capaz de retirarse, atender a sus pacientes, cumplir los compromisos
obligados y no quejarse demasiado. Sin ruido ni aspavientos, luchó hasta el
final, incluso experimentalmente, contra una enfermedad diagnosticada tarde y
de la que nunca tuvo un buen pronóstico.
Un hombre apuesto, hay que
decirlo, más guapo de lo normal en nuestros pobres medios intelectuales. Y lo
digo yo, que soy un envidioso y que además no entiendo de hombres. Pero sus
camisas, su corte de pelo, su perilla, sus ademanes educados, irónicos y
amables... Todo eso, junto a unas palabras precisas, transmitían el estilo de
un dandy contenido, que quiere vivir en el siglo XXI. En
paralelo, es curioso, al semblante de aquel otro caballero que recordamos en el
campo analítico, Oscar Masotta. Ambos, sobria y discretamente elegantes. Ambos,
dejando caer que en las formas, en el cómo de los detalles, se
juega algo más que la superficie estética del mundo.
En este tipo de hombres la
puesta en escena es el primer y último signo de un modo ético de estar en el
mundo. Como si lo ético comenzase, más que por cualquier otra cosa, por
las maneras con las que atendemos a la alteridad de lo que
surge.
Buscar la fórmula, dicen que
decía él, la forma nueva que puede lograr una bifurcación de las situaciones,
haciendo fácil lo que para otros es difícil. De ahí su pasión por ese
pensamiento sin escuela que llamamos literatura, un conocimiento de lo real que
va por delante de todo saber especializado, por radical que sea. La literatura
como esa certeza de que en el detalle, en la forma que tenemos de subrayar las
escenas, se juega el curso de una vida. Sólo un ejemplo a propósito de Bienvenido,
Bob, de Onetti, que algunos conocimos por Liter-a-tulia, el encuentro al
que él puso el nombre: "es un cuento de lectura compleja, la sensación es
que no se puede saltar una frase, una palabra, un coma, porque algo se extravió
ahí".
Desde fuera, algunos adoramos
el psicoanálisis como una de las cosas que han contribuido a ayudarnos a vivir,
como la música de Wyatt y Cage, la filosofía, la pintura y los poemas, los
rostros itinerantes de una humanidad desconocida, algunos whiskies tomados al
atardecer... Y sin embargo, algunos de nosotros no veíamos a Alberto Estévez
primeramente como psicoanalista. Ocurría con él lo que pasa con ese tipo de
hombres que, precisamente por su relación directa con lo real, debido a cierta
virilidad en lo trágico, nunca puedes adscribirlo del todo al campo profesional
al que sin duda pertenecen. En virtud de su relación con lo impersonal que
resuena, la persona (per-sonare) desborda ahí la identificación
profesional con tal o cual campo. Se trata de hombres demasiado libres, y
heterodoxos, como para no tener siempre un pie fuera, éxtimos a
su más propio territorio.
Sin duda, Alberto encontró en
la literatura una vía para confirmar lo oculto, latente en esta barbarie de la
iluminación perpetua, en los lugares y los momentos más insospechados. La
sombra que se adelanta al cuerpo.
Por encima de todo, un hombre
que está antes que el intelectual, aunque éste sea lacaniano. Y emanando además
la reconfortante sensación de que el psicoanálisis es, a la postre, una de las
variantes más dignas del acercamiento moderno a una verdad sombría, y
asimismo traviesa en el caso de Alberto, que probablemente
comenzó mucho antes de Sócrates. De ahí que cierta clase de psicoanalistas,
como él, transmitan ante todo la impresión de una buena relación con la duda.
Una desenvoltura en lo negativo (esa ironía, esas camisas, esa
educación esmerada) de la que carece la media humana contemporánea, incluso
cuando presume de radical.
La norma, de la que él se
reiría, es un exceso idiota de positividad, de este optimismo histórico que
(con o sin el canon kantiano) obliga a ignorar, incuso entre los amigos, todo
lo que sean zonas de sombra. La excepción consentida a la norma, que constituye
a las minorías, es un trato cristalizado con la alteridad, salpicado de algunos
nombres propios venerables, que justifican una buena competencia profesional en
el reverso de nuestra cultura de masas. Pero creo que él no era ni una cosa ni
otra. Más bien, digamos, mantenía una buena relación con lo para siempre minoritario,
aquello que no cabe en ninguna de las minorías consagradas.
De esta buena relación con
"lo desconocido sin amigos" (Blanchot) provenía tal vez esa presencia
cabal que inspiraba confiaba y hacía fácil lo difícil. Quiero decir, evitando
esos enredos neuróticos con los que tapamos la seriedad cotidiana de lo mortal,
el reto común de lo trágico.
A su manera afinada, Alberto
Estévez mantenía una relación personal con lo impersonal que late en el mundo,
este misterio de vivir en unos límites atemporales que nos rodean. Por eso sus
maneras no sólo hacían fluido el trato con los terrenos más ásperos, sino que
quizás facilitan ahora este inevitable trabajo de duelo.
Es posible que, en su
modo de ser y de estar, Alberto ya cuidase y tratase lo imposible que ahora
heredamos de nuevo, en el centro de la escena más diáfana.
Es así que, en definitiva, su
muerte, siendo para algunos de nosotros incluso sorpresiva, resulta cercana a
un sentido real cuya inocente dureza hace secundarias las habituales
distinciones entre lo laico y lo religioso, entre lo sagrado y lo profano. De
alguna manera, siempre nos habló desde algo impronunciable que latía en su acento.
Como si lo que ocurre, con toda su estupefacta contingencia, fuese el único
modo contemporáneo de entender lo universal.
¿No es esta pequeña alegría,
juguetona y sin causa, otra de las herencias que le debemos?
Ignacio Castro Rey.
Madrid, 26 de septiembre de 2015
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