¿Por
qué participo en este homenaje, en el que tan sentidos testimonios he
escuchado, tejidos en años de trabajo juntos, de profunda amistad, de cálidos
momentos compartidos entre Alberto Estévez y quienes me han precedido en el uso
de la palabra?
En
efecto, lo que me unía a Alberto no era una amistad en el noble sentido en que
hoy se la expresa, ni siquiera era el resultado de una más o menos prolongada
colaboración en alguna tarea de la Escuela. Nuestras coincidencias escasearon,
fueron cruces esporádicos en los que jamás intercambiamos una sola palabra
íntima. Sin embargo, desde el primer día, cuando lo escuché en Liter-a-tulia,
en una de las pocas ocasiones en que pude asistir, sentí por Alberto una firme
simpatía, no frontal ni alborozada, sino un sentimiento que definiría como una
simpatía en escorzo. Me impresionaron su puesta en escena, el modo en que el
cuerpo sostenía su voz, la manera en que las palabras, siempre atinadas, se
apropiaban de esa sonoridad privilegiada. Pero especialmente quiero destacar su
calidad de lector. Sus méritos como tal quedaron puestos de relieve el día en
que, por decisión de la Biblioteca de la Sede, compartimos la presentación de
un libro que yo había leído y propuesto para ser presentado. El mismo relató en
la presentación que cuando le encomendaron esa tarea, desconocía el libro en
cuestión. Pues bien, el rigor de su lectura fue asombroso, realizando una
prolija disección del texto, complejo como pocos por ser un libro sobre la
concepción lacaniana de la psicosis.
Con
estos antecedentes, no vacilé en invitarlo para realizar la apertura del ciclo
que anualmente dirijo, Lengüajes, en
el cual también participaron, por Liter-a-tulia, Gustavo Dessal y Miguel
Alonso. Fue el 1 de julio de 2014. Supuso para Alberto un enorme esfuerzo, pues
se encontraba físicamente agotado, hasta el punto que fue su última
intervención en público. Aquella fue una lección magistral de entereza y de
voluntad de vivir, una apasionada muestra de su vocación de transmitir.
Destacaré sus palabras referidas a su posición de lector, entresacadas de su
intervención sobre el relato de Joyce, Los
Muertos. Comparó dos lecturas del mismo relato. La que había realizado para
Liter-a-tulía hacía más de tres años, a fines de 2011, y la lectura efectuada a
propósito de esa intervención, digamos su lectura actual. En apariencia, el
mismo lector del mismo texto. Pero sólo “cuando el peso de la vida hace
desaparecer todo rastro de pasión, de deseo en el sujeto”, cuando el sujeto
alcanza una linealidad tal que le asegure ser el mismo “hasta el fin de sus
días”, solamente entonces habrá eliminado cualquier posibilidad de encuentro,
de sorpresa, haciendo del relato una idéntica sucesión de puntos y comas.
Alberto, utilizando la gris vida afectiva de Gabriel Conroy, caracterizó para
nosotros al lector incapaz de producir una mera puntuación en sucesivas
lecturas. Por eso, si en la primera vez Alberto había experimentado la
sensación de estar leyendo dos relatos separados por el corte de Gretta en la
escalera, pudo decirnos: “lo que en esta nueva ocasión de leer el relato se me
produjo no tiene nada que ver con aquello; hoy no veo dos relatos por ningún
sitio, y me atrevo a decirles que me paso al bando opuesto, el relato me parece
tan compacto, me resulta de una compacidad tal que incluso aquello que di en
llamar “corte” no tiene el mismo valor para mí”.
Los
invito a que lean comparativamente estas dos intervenciones de Alberto Estévez,
separadas por más de tres años, en esa cuidada recopilación de sus textos que
nos entregó Miguel Alonso. Yo he hecho de los mismos una mínima utilización
para exaltar sus dones de lector.
Deseo
cerrar este homenaje insistiendo en su última lección, la que nos brindó
en un final en el cual las pulsaciones
no se entregaron a la ceremonia canibalística de la devoración del cuerpo, sino
que infundieron vida en un espíritu inquebrantable en su ardor psicoanalítico
por la literatura y en su pasión literaria por el psicoanálisis.
Sergio Larriera
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