Voy a rescatar la
memoria de Alberto desde sus textos. Tomaré en cuenta, fundamentalmente, dos
vertientes al respecto, una histórica referida a su entrada en Liter-a-tulia, y otra más centrada en el
contenido concreto de esos textos.
Fue allá por el año
2007 cuando comenzó este proyecto de Liter-a-tulia.
Un proyecto que tomó forma en pocas reuniones, las pocas que requería algo tan
proclive a la constitución de la misma como era el deseo de Alberto, Gustavo y
el mío propio. Pero son importantes los antecedentes de cada uno, es decir, los
resortes que nos empujaron a entrar en este espacio de Literatura y
Psicoanálisis. En lo que a Alberto respecta, podemos decir que, literalmente,
entró en Liter-a-tulia de la mano de sus
textos. La historia es que fueron las exposiciones que hacía en la Escuela,
exposiciones de sus casos clínicos, yo diría construidas con bien-decir, las
más cuidadas, las más claras y, tratándose de Alberto, las más dramatizadas en
su declamación –así era su inigualable estilo— digo que ellas fueron el bagaje
que ofreció a la literatura y a la tertulia para entrar a formar parte de este
proyecto al que, además, hay que decir, dio ese nombre tan original, Liter-a-tulia, original en tanto, por un
lado condensa las dos palabras: literatura y tertulia, a la vez que introduce,
con esa vocal a –referencia clara al objeto a
de Lacan—la articulación tradicional entre la literatura y el
psicoanálisis.
Por otro lado, en la
consolidación de la tertulia tuvieron fundamental importancia, sin duda, estos
cincuenta y tantos artículos escritos y leídos por él como proemio de cada
sesión. Estos artículos que, salvando el recato y la timidez iniciales, fueron
ganando consistencia a lo largo del tiempo, son la prueba más concluyente del
paso que realizamos todos los tertulianos desde la incertidumbre de la que él
hablaba en la primera tertulia –Chesil
Beach, de Ian McEwan— a lo que podríamos llamar, como en los mejores
sueños, la realización de un deseo: Liter-a-tulia.
En relación a la
cualidad y calidad de sus textos, hay que decir que se aprende mucho de sus
lecturas inteligentes y detallistas, pegadas a la letra. Pienso que una de las virtudes
de Alberto como lector era la proyección a la lectura de una de sus mayores capacidades
como psicoanalista: la agudeza de su oído, la finura de su escucha. Su lectura estaba
abierta, siempre, a dejarse seducir por lo que consideraba habilidad narrativa
del autor, por la estrategia que usaba para llevar a cabo su pensamiento y por
los posibles efectos que ese pensamiento y esa estrategia tenían en el lector. Es
decir, estaba convencido de que el autor, de entrada, estaba sostenido por un
pensamiento potente: “algo que sustenta a
un gran autor frente al que no lo es; su pensamiento” (Tertulia sobre Los Rebeldes, de Sandor Marai), y que empleaba una
estrategia para llevarlo a cabo. En esa estrategia, siempre disimulada, encontraba
el llamado de esa verdad que circula por detrás de las palabras, o simulada en
la misma superficie del texto, esa verdad demorada en los encuentros,
desencuentros, en los temores, en las obsesiones, en los enigmas, en los
síntomas, en los silencios, en los fantasmas de los protagonistas. Tomaba nota
de esta de esa verdad escondida en Los
Rebeldes de Marai:
“... no basta
relatar los hechos, algo se oculta tras ellos”
En este sentido, buenos
autores, como los que leímos en Liter-a-tulia,
“expertos en laberintos y oscuridades
humanas”, y un buen lector como Alberto, entraban claramente en sintonía,
partiendo de esa verdad que en lo humano siempre tiene algo de carencia, algo
de decepcionante, en tanto no hay círculo que se cierre en una síntesis feliz.
El caso es que los textos de Alberto siempre tenían, como punto de partida y
como horizonte esa dimensión precaria de nuestra verdad, dimensión no siempre
aceptada de buen grado, cuando no literalmente silenciada. A contracorriente de
esa posición vulgar, como digo, él no tenía otro horizonte, como lector y, por
supuesto, como psicoanalista.
Al respecto, me
parece excelente su artículo sobre Un
hombre en la oscuridad, de Paul Auster, donde Alberto sitúa la dimensión de
la pérdida como algo consustancial a lo humano. Pero hace justicia al autor
atribuyéndole el montaje de una estrategia literaria para resaltar que lo que
más nos afecta, la pérdida, es lo que no se quiere afrontar, pero eso que no se
quiere afrontar, empuja y empuja desde el inconsciente con la pretensión de
hacerse saber. Al respecto, resaltaba esta frase que le resultaba simpática en
la novela:
“... la mente
tiene mentalidad propia. ¿Cómo impedir que la mente salga por pies en la
dirección que más le apetezca?”
Auster y Alberto
entran en sintonía. Claramente, Alberto está reconociendo aquí la potencia del
pensamiento de un buen escritor, nada menos que el reconocimiento del
inconsciente por parte de Paul Auster. Es el pensamiento por el que, decía, se
deja seducir.
En todos los textos
procuraba encontrar la articulación del texto con el psicoanálisis. En esta
articulación, prestaba gran atención a las citas, a las que tomaba como esas
gotas de sentido que el autor va dejando caer a lo largo del texto y que
evocaban algo de la verdad oculta en el texto. Esta articulación entre
literatura y psicoanálisis, en realidad era un homenaje al autor, a su saber
hacer en el difícil laberinto de lo humano, en tanto desconocemos las
determinaciones que nos rigen. Por ejemplo, toma una cita de La carretera que señalaba, nuevamente,
el mecanismo de funcionamiento del inconsciente:
“... olvidas lo
que quieres recordar y recuerdas lo que quieres olvidar”
Así ponderaba al
autor literario en su sabiduría, frente a otras vertientes disciplinarias que
no contemplan esta dimensión de la verdad inconsciente, o la dimensión de la
verdad, de la falta, etc., sino que se inclinan a presentar lo humano como
dueño absoluto y consciente de su destino.
Sus artículos
también se asientan en una premisa sabia, eso que Rilke sentenciaba con su
axioma: “lo bello no es más que el
comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar”. Así lo mostró en esa
cuarta tertulia sobre la novela a la que acabamos de aludir, La carretera, de Comarc McCarthy cuando
decía:
“... me ha parecido una novela muy bella, esto
puede causar extrañeza dado su contenido manifiesto, justo lo contrario, el
horror. Pero creo que este par, belleza – horror está presente continuamente en
la obra; lo terrorífico y lo tierno, el fuego y el frío oscuro, la bondad y la
maldad, o como gusta decir a nuestro pequeño protagonista, los buenos y los
malos”.
Finalmente,
quisiera destacar una concepción de la escritura que me pareció ya genial en su
momento, y me lo sigue pareciendo. Fue la que estableció en el texto que
escribió acerca de El ruletista, de
Mircea Cartarescu, con quien pasamos una tarde haciéndole una entrevista que
podéis leer en el blog de Liter-a-tulia.
Estoy seguro que esa concepción tiene mucho que ver con aquello que le empujaba
a él mismo a volcarse en sus textos. Dice allí:
“La
relación que cada autor tiene con la escritura es fundamental. La ficción de
que se trate siempre estará preñada de la relación del autor con el acto de
escribir. En el caso de Cartarescu, la Literatura es la forma de indagar en su
propio ser. Si este ser es considerado en su condición de falta, escribir suele
constituirse como forma de rellenar un vacío doloroso. Y aquí el autor es
meridiano en la diferenciación de lo que constituye el arte y lo que no lo
alcanza, al decirnos que no hay arte sin una herida interior. En su caso la
escritura es un intento de suturarla. Dice Cartarescu: “por eso escribo a mano, esa forma de escribir mantiene una relación
esencial con el hilo que parte de esa herida”. Lo cual sugiere que
el brazo sería una especie de prolongación a través del cual la herida se
manifiesta, y es curioso que utilice la palabra “hilo” porque éste justamente
se utiliza para suturar heridas abiertas”.
Como digo, es un comentario genial para establecer, con todo
su peso, lo real en el mismo punto de arranque de la verdadera escritura.
Me parece que Alberto,
al igual que los buenos autores, era un lector con un pensamiento potente, con una
teoría que fue alimentando, en la más pura tradición del psicoanálisis, con los
textos de la literatura. De ellos siempre rescató la dimensión ética del deseo
y de la verdad, tan cara para los buenos lectores, para los buenos autores y
para los buenos psicoanalistas. Y a esa misma dimensión del deseo nos acogemos nosotros
ahora para seguir adelante, hablando, tratando de bien-decir, como fórmula que,
con seguridad, Alberto nos propondría para encarar el resto del tiempo de Liter-a-tulia, es decir, el tiempo de la
ficción que, a fin de cuentas, es el tiempo donde él prefirió demorarse y donde,
como él, elegimos demorarnos nosotros.
Miguel
Ángel Alonso
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