En abril del año
2012, le envié un mensaje a Alberto Estévez diciéndole que no podría asistir a
la reunión de Literatulia porque un amigo mío presentaba su libro de poemas casi
a la misma hora. Como nos conocíamos desde hacía años pero no recordaba, ni
recuerdo, haber mantenido con él, nunca, una conversación, me sorprendió su
amabilidad, su cortesía, cuando me respondió: “Entonces te echaremos de menos.
Suerte para tu amigo, abrazos.”
Hoy quisiera estar a la altura, al menos, de
su amabilidad.
La evidencia de cuánto me ha costado elaborar
este pequeño escrito es para mí una prueba, por contraste, de cuán asombroso fue
el talento literario que Alberto desplegó, sin pausa, a lo largo de casi siete
años.
Al ver, luego de
imprimirlas, las 155 páginas del libro escrito por él que nos envió Miguel
Ángel, lo asocié con un diálogo leído hace más de 50 años en una obra de teatro
de Paul Claudel ambientada en el Medioevo. A Pedro, un constructor de
catedrales, le resultaba difícil creer en Dios. Le decía a su amada, que sí
creía en Dios, lo siguiente: “Vete al cielo de un solo vuelo, tú que puedes, en
tanto que a mí me es necesario todo el trabajo de una catedral.”
Estas 155
páginas eran la catedral construida por Alberto para acercarse, por si les daba
alcance, a los escritores, también creadores de mundo. Así habló de ellos,
alguna vez, Lacan. Y también señaló, en su “Homenaje a Marguerite Duras”, que los
escritores llevan siempre la delantera a los psicoanalistas.
El escrito de
Alberto que más me inspiró para hablar hoy de él es el referido al relato “La
espina” de Ferdinand von Schirach. A su comentario él lo tituló, a su vez, “La
sonrisa del buda”. Solo sabremos por qué cuando lleguemos a las últimas líneas,
donde Alberto agrega un plus de sentido, que él reivindica como delirio propio.
Desde su pequeña
cabeza tallada en madera, el buda se ríe, según Alberto, porque algo sabe del
efecto de paréntesis que representan las dos mujeres del relato. Una, al
comienzo, deja una ventana abierta y así permite que el viento haga desaparecer
la ficha donde consta que Feldmayer, el vigilante recién incorporado al museo,
existe. Lo dejarán olvidado, durante veintitrés años, vigilando siempre y a
solas la misma sala y a la misma escultura.
La otra mujer, al final del relato, disfruta
de su primer trabajo como restauradora. Repara los efectos secundarios del
descuido de la primera: el vigilante Feldmayer, perdidas también su razón y su
paciencia, había alzado y luego estrellado contra el suelo al joven de mármol que
por lo visto, sin su ayuda, no terminaría nunca de quitarse la espina que
llevaba desde hacía siglos clavada en el pie izquierdo.
El buda, continúa Alberto, se ríe porque
conoce la condición humana y la espina clavada que ella conlleva. Y creo que
tiene razón cuando dice que el buda sabe que lo mejor es no intentar
extirparla. ¿Pero qué simboliza esa espina? ¿A qué resto incurable remite ella,
según Alberto?
¿No se habrá curado él, muriendo, de ese resto
incurable?
Lo digo porque pienso
en un familiar mío muy cercano que, cuando lo creíamos ya muerto, abrió un
instante los ojos y antes de cerrarlos para siempre, me miró sonriendo con una
expresión de felicidad que yo jamás en la vida le había visto.
Si Alberto agregó sentido a este relato
titulándolo ”La sonrisa del buda”, a mí
me gustaría también agregar sentido a esto que digo imaginando que todos
nosotros, y también Alberto, alguna vez formaremos parte de la multitudinaria
Ceremonia del Aire que este mismo buda sonriente describe en el Sutra del Loto.
¿Acaso no hemos
logrado estar todos juntos, durante siglos y siglos, los vivos y los muertos,
siempre envueltos por el aire, viajando por el cosmos?
Graciela
Amorín
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