sábado, 28 de diciembre de 2013

La jibarización de la existencia. Comentario de Ignacio Castro al cuento Amistad de Juventud de Alice Munro

Quiero comenzar mi comentario citando uno de los párrafos del cuento:

Los malvados medran. Pero está bien. Está bien, los elegidos están ocultos bajo la paciencia y la humildad e iluminados por una certeza que los acontecimientos no podrán perturbar”.

Este párrafo precioso, que podía estar en cualquier libro de sabiduría de cualquier siglo –invirtiendo un poco la sabiduría religiosa, por ejemplo— es excepción en un relato al que le cogí cariño en las dos horas y media que dediqué a leerlo –con muchas interrupciones, como es mi estilo. Me dejó un leve poso de tristeza, cosa que le agradezco, pues es señal de que contiene algo.

Ahora bien, no veo a las mujeres por ningún lado como algo significativo, sino que veo un uso dudoso, desde el punto de vista literario, de lo que podríamos llamar, aprovechando la confianza, la jibarización de la existencia –una existencia liliputiense en un país enormemente grande— que recuerda muchísimo a lo que sería el abc de la cultura angloamericana –que poco a poco nos está invadiendo, no siempre con vaselina— una reducción brutal de la existencia. Es decir, hay tal ausencia de grandeza en los personajes, en todos ellos –excepto, quizá, en la madre— que hasta el fracaso es imposible, hasta la violencia es imposible.

En este sentido, estamos ante un relato de una inhumanidad semi kafkiana, con un sentido elíptico continuamente aplazado. En realidad, nunca acaba de pasar nada. No me creo, si es la intención del autora, que la secta de los cameronianos arroje algún límite de registro siniestro dentro de la siniestralidad de lo normal.

Entonces, digo, tengo una impresión extraña. Desde luego, es absolutamente rotundo e indudable que estamos ante un trabajo bien hecho, pero dudo mucho que haya algún tipo de comparación posible con Chéjov. En éste autor –maestro de la ruina a cámara lenta— la caída de los seres, incluso una sonrisa o un enrojecimiento súbito, nos llevan al encuentro con la grandeza y la posibilidad de un fracaso absoluto, de un fin absoluto, con violencia contenida, o no. Y todo eso, en cierto modo, aquí está eludido de una manera magistral, pero me recuerda demasiado a esa jibarización de la vida que, en el fondo, uno asocia a algo muy distinto a la literatura.

Por lo tanto, tengo la impresión de que esta señora, Alice Munro, no es cualquiera, pero me pregunto si vale la pena seguir leyéndola, o todo está contenido aquí.

Recuerdo ahora algo que andaba por mi cabeza, este verano leí Canadá de Richard Ford. Tiene un poco el problema de esta literatura. Yo no me quejaría de la complicación de niveles, no me quejaría de que al final uno no sepa qué ha querido decir, eso es parte de la literatura. Lo que ocurre es que poco más contemplo que un excelente ejercicio literario, y esto a mí no me deja mucha huella.

¿Qué ocurre en la novela Canadá? Lo mismo. Richard Ford es un tipo con indudable oficio, tanto mayor que el de esta mujer. Por ejemplo, permite excelentes viajes en tren de largo recorrido, y a velocidad lenta, sin ver el paisaje. Esto lo digo sin ninguna ironía. Pero claro, al final es una apología del estado larvario en el que estamos. Y sólo en esta apología del estado larvario en que, por lo visto, está programada la humanidad de los próximos años, sólo dentro de esta reducción esta literatura es memorable, si no, no. Y hablo de ejemplos actuales, no me remito a Shakespeare, Hanke en el mundo germano y John Berger en el mundo angloamericano, son otra historia.

Es decir, el plegamiento a los intersticios casi insignificantes de la vida no se hace al precio de que no ocurra nada, y que lo que esté en primer plano sea la complejidad de la estructura narrativa. No. Ocurren cosas simplemente en el cambio de rostro de una mujer. Es lo que echo en falta aquí, salvo alguna frase, algún apunte. El personaje de Flora y el de la madre me interesan, pero apenas ocurre nada.

Es una literatura que funciona al precio de meterse en un vagón de metro, y francamente, yo viajo en metro, pero no es toda mi vida. No se me ocurre decir, simplemente por educación, que este relato haya sido una mala elección, a pesar de los titubeos de Miguel que comparto, si no qué es una literatura menor. Siento decirlo así, con palabras de segundo de bachillerato, pero es toda la grandeza de una literatura menor. Por qué menor. Porque vale básicamente para seres aprisionados, donde se abren ventanitas. Y poco más. No está mal, ya que asistimos al fin del mundo, pero no habría que dejar de poner el ojo en otra Literatura.

Y termino, me da mucha rabia decir esto y un poco de vergüenza, porque parezco un romántico de 15 años, pero claro, que le concedan el Nobel… Tiene razón Miguel, es una pésima señal. ¿Qué es el Nobel, aparte de los chistes que ha hecho Borges sobre esta cuestión? Es la santificación de una normalidad. ¿Qué es el Nobel, salvo rarísimas excepciones? Una santificación, una especie de metalenguaje mundial, una especie de ONU mundial de la literatura, contradicción sangrante donde las haya, que en general ha santificado nombres que ya no es que no pasen a la historia, porque casi nada pasa a la historia, sino nombres que verdaderamente no van a dejar ninguna huella, porque no producen ninguna herida en la carne de de seres que aún están empeñados en vivir. Entonces, el Nobel confirma mis impresiones, esta mujer sabe de lo que habla, tiene oficio, no tiene un pelo de tonta, yo hasta diría que en el relato hay una autenticidad que no vi en otros libros que comentamos en esta tertulia, por ejemplo en la novela de Michel Houellebecq, que me pareció un juego de artificio inteligente. En este caso estamos ante un relato auténtico, pero claro, funciona a condición de estar acogotado y, francamente, no lo estoy del todo. 

Ignacio Castro

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