Quiero
comenzar mi comentario citando uno de los párrafos del cuento:
“Los malvados medran. Pero está bien. Está
bien, los elegidos están ocultos bajo la paciencia y la humildad e iluminados por
una certeza que los acontecimientos no podrán perturbar”.
Este
párrafo precioso, que podía estar en cualquier libro de sabiduría de cualquier
siglo –invirtiendo un poco la sabiduría religiosa, por ejemplo— es excepción en
un relato al que le cogí cariño en las dos horas y media que dediqué a leerlo –con
muchas interrupciones, como es mi estilo. Me dejó un leve poso de tristeza,
cosa que le agradezco, pues es señal de que contiene algo.
Ahora
bien, no veo a las mujeres por ningún lado como algo significativo, sino que veo
un uso dudoso, desde el punto de vista literario, de lo que podríamos llamar,
aprovechando la confianza, la jibarización de la existencia –una existencia
liliputiense en un país enormemente grande— que recuerda muchísimo a lo que
sería el abc de la cultura angloamericana –que poco a poco nos está invadiendo,
no siempre con vaselina— una reducción brutal de la existencia. Es decir, hay
tal ausencia de grandeza en los personajes, en todos ellos –excepto, quizá, en
la madre— que hasta el fracaso es imposible, hasta la violencia es imposible.
En
este sentido, estamos ante un relato de una inhumanidad semi kafkiana, con un
sentido elíptico continuamente aplazado. En realidad, nunca acaba de pasar nada.
No me creo, si es la intención del autora, que la secta de los cameronianos arroje
algún límite de registro siniestro dentro de la siniestralidad de lo normal.
Entonces,
digo, tengo una impresión extraña. Desde luego, es absolutamente rotundo e
indudable que estamos ante un trabajo bien hecho, pero dudo mucho que haya
algún tipo de comparación posible con Chéjov.
En éste autor –maestro de la ruina a cámara lenta— la caída de los seres,
incluso una sonrisa o un enrojecimiento súbito, nos llevan al encuentro con la grandeza
y la posibilidad de un fracaso absoluto, de un fin absoluto, con violencia
contenida, o no. Y todo eso, en cierto modo, aquí está eludido de una manera
magistral, pero me recuerda demasiado a esa jibarización de la vida que, en el
fondo, uno asocia a algo muy distinto a la literatura.
Por
lo tanto, tengo la impresión de que esta señora, Alice Munro, no es cualquiera,
pero me pregunto si vale la pena seguir leyéndola, o todo está contenido aquí.
Recuerdo
ahora algo que andaba por mi cabeza, este verano leí Canadá de Richard Ford. Tiene un poco el problema de esta
literatura. Yo no me quejaría de la complicación de niveles, no me quejaría de
que al final uno no sepa qué ha querido decir, eso es parte de la literatura. Lo
que ocurre es que poco más contemplo que un excelente ejercicio literario, y
esto a mí no me deja mucha huella.
¿Qué
ocurre en la novela Canadá? Lo mismo.
Richard Ford es un tipo con indudable oficio, tanto mayor que el de esta mujer.
Por ejemplo, permite excelentes viajes en tren de largo recorrido, y a
velocidad lenta, sin ver el paisaje. Esto lo digo sin ninguna ironía. Pero claro,
al final es una apología del estado larvario en el que estamos. Y sólo en esta
apología del estado larvario en que, por lo visto, está programada la humanidad
de los próximos años, sólo dentro de esta reducción esta literatura es
memorable, si no, no. Y hablo de ejemplos actuales, no me remito a Shakespeare,
Hanke en el mundo germano y John Berger en el mundo angloamericano, son otra
historia.
Es
decir, el plegamiento a los intersticios casi insignificantes de la vida no se
hace al precio de que no ocurra nada, y que lo que esté en primer plano sea la
complejidad de la estructura narrativa. No. Ocurren cosas simplemente en el
cambio de rostro de una mujer. Es lo que echo en falta aquí, salvo alguna frase,
algún apunte. El personaje de Flora y el de la madre me interesan, pero apenas
ocurre nada.
Es
una literatura que funciona al precio de meterse en un vagón de metro, y
francamente, yo viajo en metro, pero no es toda mi vida. No se me ocurre decir,
simplemente por educación, que este relato haya sido una mala elección, a pesar
de los titubeos de Miguel que comparto, si no qué es una literatura menor. Siento
decirlo así, con palabras de segundo de bachillerato, pero es toda la grandeza
de una literatura menor. Por qué menor. Porque vale básicamente para seres
aprisionados, donde se abren ventanitas. Y poco más. No está mal, ya que asistimos
al fin del mundo, pero no habría que dejar de poner el ojo en otra Literatura.
Y
termino, me da mucha rabia decir esto y un poco de vergüenza, porque parezco un
romántico de 15 años, pero claro, que le concedan el Nobel… Tiene razón Miguel,
es una pésima señal. ¿Qué es el Nobel, aparte de los chistes que ha hecho
Borges sobre esta cuestión? Es la santificación de una normalidad. ¿Qué es el
Nobel, salvo rarísimas excepciones? Una santificación, una especie de
metalenguaje mundial, una especie de ONU mundial de la literatura, contradicción
sangrante donde las haya, que en general ha santificado nombres que ya no es
que no pasen a la historia, porque casi nada pasa a la historia, sino nombres
que verdaderamente no van a dejar ninguna huella, porque no producen ninguna
herida en la carne de de seres que aún están empeñados en vivir. Entonces, el
Nobel confirma mis impresiones, esta mujer sabe de lo que habla, tiene oficio,
no tiene un pelo de tonta, yo hasta diría que en el relato hay una autenticidad
que no vi en otros libros que comentamos en esta tertulia, por ejemplo en la
novela de Michel Houellebecq, que me pareció un juego de artificio inteligente.
En este caso estamos ante un relato auténtico, pero claro, funciona a condición
de estar acogotado y, francamente, no lo estoy del todo.
Ignacio Castro
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