viernes, 2 de septiembre de 2011

Meditaciones Literarias XII. Belleza, terror y Literatura. Por Miguel Ángel Alonso

Dice Fernando Pessoa en el Libro del Desasosiego:

Decir una cosa es conservarle la virtud y eliminarle el terror. Los campos son más verdes en el decirse que en su verdor. Las flores, si fuesen descritas con frases que las definan en el aire de la imaginación, tendrán colores de una permanencia que la vida celular no permite. Moverse es vivir, decirse es sobrevivir. No hay nada de real en la vida que no lo sea porque se describió bien”.

Cualquier acontecimiento de palabra tiene la virtud innegable –aunque no seamos conscientes de ello— de permitir un distanciamiento del terror, ese que se deriva de la ineludible dimensión trágica de la condición humana. Esa condición incita una paradoja: de ella sabemos su verdad, pero inventamos disfraces para velarla, porque el contacto directo con ella nos sitúa en lugares problemáticos, sin palabras y, por tanto, angustiosos. Sin embargo, el silenciamiento represivo de tal condición no nos hace más libres, por el contrario, nos hace más determinados, más condicionados y, por tanto, menos libres.

Dado que, entonces, la contemplación directa de tal verdad resulta problemática, ¿qué escenarios serían apropiados para no eludir esa verdad sin caer en el terror? Pienso que la Literatura es uno de esos lugares que consisten en situarnos, no directamente en el vacío de nuestra condición, pero tampoco consiste en silenciarlo. Una de sus funciones es la de morar en una frontera, en un límite en el que la palabra literaria no haría otra cosa que evocar, sin mostrala directamente, esa ineludible verdad.

Resulta curioso que el ser humano recurra, siglo tras siglo, a las obras de la Literatura en las que, fundamentalmente, va a encontrar la angustia ligada a la insatisfacción consustancial de la vida. Entra de esa manera al juego de aproximarse a una verdad que soporta el protagonista de los relatos literarios. Pero tantas veces observamos que falta algo en el lector, quizá un arrojo, una audacia, una osadía: aceptar en él mismo esa verdad que es capaz de advertir en la Literatura. Si no advirtiese esa verdad, por qué habría de acudir insistentemente a la obra literaria. ¿Por simple entretenimiento?

Es en este ámbito donde podemos observar un ejemplo claro de represión de la verdad. Tantos lectores empedernidos que rechazan apasionadamente, con vehemencia, en las conversaciones, al sujeto literario, el del deseo, ese que no alcanza jamás el objeto definitivo que lo satisfaga vitalmente, lectores que rechazan al vacío, a la imposibilidad, y a todo aquello que tenga que ver con una escritura que no alcanza, jamás, la verdad definitiva. ¿Qué otras circunstancias pueden ser las que hagan padecer a los protagonistas de la obra literaria y a los lectores mismos? Pero, pese al rechazo consciente que realizan de ese sujeto, ¿por qué siguen acudiendo a la Literatura? ¿Qué leen en ella? Sin duda, aunque sea de forma inconsciente, ellos saben que en la Literatura está, al menos evocada, su propia verdad.

En la articulación entre psicoanálisis y literatura, habría que decir que esa audacia de la que hablamos está asumida por el autor de la obra, como veremos más adelante, y, sin duda, es promovida por el psicoanálisis. Los personajes de la escena analítica acuden a la escucha de esa condición, tanto en la novela neurótica que desarrollan en su decir particular, como en la lectura de la obra literaria. Y ello para producir –la experiencia lo muestra— no angustia, sino todo lo contrario: una libertad consistente en saber hacer algo con esa condición insatisfactoria. Porque en ese saber hacer se juega algo de una libertad también paradójica.

La palabra de la que habla Fernando Pessoa en el comienzo de esta reflexión, además de hablarnos del terror, nos evoca la belleza. Ella es una de las formas de libertad. Pero saben bien los artistas, cualquiera sea la disciplina en la que se asienten, Pintura, Escultura, Literatura, etc., que el concepto de belleza es, efectivamente, bien paradójico.

En una idea procedente de la obra de Nietzsche, Así habló Zaratustra, la belleza se relaciona con el sosiego, con el apaciguamiento de las pasiones y del deseo. Aparece en esta concepción una articulación muy sugerente que sitúa a la belleza al lado de los excesos amenazadores a los cuales es necesario apaciguar: pasiones y deseo.

Como se desprende de los párrafos anteriores, los excesos en el ser humano –el terror que suscita nuestra condición es uno de ellos—no son soportables demasiado tiempo. De algún modo tomamos una cierta distancia para que la vida sea posible. Parece obvio aventurar que la belleza es más soportable que el horror. Pero la belleza puede sentirse, en muchas ocasiones, como una opresión, como un peso que ahoga. ¿Cuál sería la razón?

Encontramos nuevamente una articulación similar a la de Nietzsche, aunque en un sentido invertido, en las Elegías de Dunio, Elegía I, donde Rilke escribe lo siguiente:

Lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible”.

Nuevamente, encontramos en esta cita una aproximación, una articulación entre la belleza y ese exceso insoportable del que venimos tratando. Según estas relaciones establecidas por los poetas, la belleza podría considerarse un “saber hacer” que los distancia mínimamente –y subrayo lo de mínimamente— de lo terrible. Esa sería la osadía, la audacia que no hace otra cosa que aceptar aquella condición trágica, conservando en la palabra la virtud de la cosa a la vez que produce un distanciamiento del terror. Es decir, conservar la virtud es también evocar lo problemático. Ambas categorías, belleza y terror, se sitúan así en una articulación ineludible en la obra literaria. Quizá sea por eso que la belleza, tantas veces, armoniza en su contemplación con la angustia de nuestro ser.

De todo ello deduzco que literatura, el arte en general, y el psicoanálisis en particular, despliegan su acción en la audacia que contempla un terreno común, compartido, el de los afectos, pasiones, carencias, faltas y ausencias que son propios de nuestra esencia. La única diferencia entre estas disciplinas es que se adentran en esos territorios con diferentes herramientas y con objetivos distintos. Es lo que sostiene Sigmund Freud en la página 1335 de El delirio y los sueños en la “Gradiva” de W. Jensen, dice:

“… cuán fácil es encontrar en todas partes aquello que llevamos en nosotros mismos… A nuestro juicio, el poeta no necesita saber nada de tales reglas e intenciones –las de la disciplina analítica— de manera que puede negarlas de buena fe, sin que por esto hayamos nosotros encontrado en su obra nada que en la misma no exista. Lo que sucede es que tanto él como nosotros, hemos laborado con un mismo material, aunque empleando métodos diferentes, y la coincidencia de los resultados es prueba de que los dos hemos trabajado con acierto. Nuestro procedimiento consiste en la observación consciente de los procesos psíquicos anormales de los demás, con objeto de adivinar y exponer las reglas a que aquéllos obedecen. El poeta procede de manera muy distinta; dirige su atención a lo inconsciente de su propio psiquismo, espía las posibilidades de desarrollo de tales elementos y les permite llegar a la expresión estética en lugar de reprimirlos por medio de la crítica consciente. De este modo descubre en si mismo lo que nosotros aprendemos en otros; esto es, las leyes a que la actividad de lo inconsciente tiene que obedecer; pero no necesita exponer estas leyes, ni siquiera darse perfecta cuenta de ellas, sino que por efecto de la tolerancia de su pensamiento pasan las mismas a formar parte de su creación estética. Nosotros desarrollamos luego estas leyes extrayéndolas de su obra por medio del análisis, como las extraemos también de los casos de enfermedad real, pero la conclusión es innegable: o ambos, el poeta y el médico, han interpretado con igual error lo inconsciente, o ambos lo han comprendido con igual acierto”.

Para mí no hay duda, lo han comprendido bien. En parte, la libertad consiste en tener la osadía de producir la realidad, es decir, escribir palabras allí donde el ser humano siente vacilar sus pasos, allí donde siente que camina sobre una ausencia por no existir una relación directa con el mundo, con la cosa, de tal manera que, mientras escribe la palabra que da color a las cosas, que las vivifica, la verdad inalcanzable de la cosa se revela inexorable. Ese es el límite paradójico e infranqueable sobre el que la Literatura no cesa de escribir merodeando siempre alrededor de una verdad nada más que evocada.

Así es la belleza.

Miguel Ángel Alonso

lunes, 18 de julio de 2011

Curiosidades literarias IV. El término clásico aplicado a lo artístico

Cuando designamos a un autor con el calificativo de clásico, es porque le fue otorgada una distinción de universalidad como referente de la humanidad. En la Historia de la Literatura Universal I de Martín de Riquer y José María Valverde, en el apartado Las literaturas clásicas en los primeros tiempos del Cristianismo, los autores sostienen que fue Aulo Gelio, poeta que vivió en los tiempos de la disolución del Imperio romano, quién usó por primera vez el término classicus para designar a un “escritor modelo”.

Pero el término classicus no estaba referido, en principio, a lo literario. Aulo Gelio lo tomaría por su oposición a proletarius. Classicus se distinguía de proletarius por su referencia a aquellos que disponían de mayores bienes y fortuna. Es decir, establece su vinculación con lo literario al ser tomado de una concepción clasista del estamento social, para luego ganarse la fortuna de una adscripción casi indisoluble a aquello que, de lo artístico, se convierte en referencia universal.

Liter-a-tulia

jueves, 14 de julio de 2011

Meditaciones literarias XI. La gramática lenguatera. Por Miguel Alonso

Obedezca a la gramática quien no sabe pensar lo que siente Fernando Pessoa. Livro do Desassossego

El inconsciente es el Rey de la gramática. Y eso no es cualquier cosa, implica ser lenguatero, o lo que es lo mismo, hacer un buen uso de la gramática. Cualquier ser humano, en su palabra convencional, en el respeto por la ley que imponen las normas gramaticales, se acoge al cobijo monótono de la conciencia. Pero en ese respecto por la norma gramatical, el ser no puede decirse, no puede “ser se”, sino que permanece callado.

El arte del inconsciente, en cambio, consiste en escribir, en una gramática lenguatera, la filosofía del ser que, además, tantas veces es literatura pura y dura, porque es poética. Un lapsus, un sueño, rompen la gramática de la academia y de la voluntad. En esa manera de decir no hacen sino ofrecernos alguna parcialidad del ser. Cuántas veces una palabra “fallida” tiene más recorrido, más pensamiento, que toda la extensión de un discurso pronunciado con una gramática ordenada e impecable.

Y los escritores saben bien del inconsciente. El semi-heterónimo de Fernando Pessoa, Bernardo Soares, en el Libro del desasosiego, cuenta una anécdota muy graciosa pero ilustrativa de la cuestión:

Cuéntase de Sigismundo, Rey de Roma, que habiendo, en un discurso público, cometido un error gramatical, respondió al que le habló de él, “Soy Rey de Roma, y encima de la gramática”. Y la historia narra que acabó siendo conocido en ella como Sigismundo “super-grammaticam”. Maravilloso símbolo. Cada hombre que sabe decir lo que dice es, a su manera, Rey de Roma. El título no es malo, y el alma es ser-se

Cada hombre que sabe decir”. Esa es la cuestión. Saber decir el ser, por mucho que nos pese, implica saber ser lenguatero. Si el alma es “ser-se”, lo es, por ejemplo, convirtiendo un verbo intransitivo en transitivo. Violación de la gramática, no error, sino acierto gramatical. Como dice el mismo Pessoa, el ser puede expresarse teniendo a la gramática, no como ley, sino como instrumento.

El forzamiento gramatical “Ser-se” se impone en la lectura como algo que nos invoca. En ese sentido, tiene el mismo valor de verdad que un lapsus, además de ser un modo de hacer literatura. Y es que si el inconsciente, a través de sus lapsus, de sus sueños, de su “saber decir”, es el Rey de la gramática por el uso que de ella sabe hacer, no cabe duda de que la literatura es la Reina. Nuestra elección es clara, o bien situarnos como seres humanos que caminamos vulgares, sin posibilidad de decir nuestro ser cuando vagamos por las sendas ordenadas de nuestra gramática legal, o bien situarnos como cortesanos, al lado del decir lenguatero de los Reyes, de su “saber decir”, como sostiene Pessoa, “una filosofía en dos palabras”.

Sigamos nuevamente a Bernardo Soares en el Libro del desasosiego:

Supongamos que veo delante de nosotros una muchacha de modos masculinos. Un ser humano vulgar dirá de ella: “Aquella muchacha parece un muchacho”. Otro ser humano vulgar, pero más próximo a la conciencia de que hablar es decir, dirá de ella: “Aquella muchacha es un muchacho”. Otro aun, igualmente consciente de las obligaciones de la expresión, pero incumbido por la concisión, que es la lujuria del pensamiento, dirá: “Aquél muchacho”. Yo diría: “Aquella muchacho” violando las más elementales reglas de la gramática...”

Usando de ese modo la lengua y la gramática, inconsciente y literatura solicitan que nuestra atención privilegie las rupturas gramaticales, esas violaciones, esas condensaciones gramaticales, como única forma válida de la que disponemos los seres humanos para pensar nuestro ser. Con el inconsciente y con la literatura, con la gramática lenguatera, no hacemos sino abrir la puerta para la expresión de nuestra verdad.


¿No alude a esto mismo Dostoievski en el siguiente párrafo de Crimen y castigo, página 297 de la edición de Catedra?:


"Me gusta que desbarren. Ese es el único privilegio de que goza el ser humano sobre los demás organismos. Desbarrando se puede llegar hasta la verdad. Porque desbarro, soy un ser humano. A ninguna verdad se ha llegado nunca sin haber errado antes catorce veces, o quizá ciento catorce, y eso es un honor hasta cierto punto".

Miguel Ángel Alonso

miércoles, 6 de julio de 2011

"Amor intruso" Comentario de apertura de la 27ª reunión de LITER-a-TULIA sobre el cuento "La Intrusa" de Jorge Luis Borges.



Buenas tardes, bienvenidos a esta última reunión del curso, un curso en el que apostamos por este género literario que tan injustamente ha sido considerado en general y especialmente en este país. No puedo esconder que la intención de los responsables de este espacio dedicando un año entero al cuento, trata de generar un reconocimiento y colaborar para devolverle su lugar de privilegio, más allá del que tiene en la literatura infantil, en la confianza de que algunos de ustedes puedan compartir a estas alturas este pensamiento.

Quiroga, Zweig, Chéjov, Nabokov, Salinger, Hawthorne, Cortázar, Joyce y Borges, y Conrad, y Faulkner, y Kafka, y Bradbury, y Poe, una lista sin fin que siempre quedaría incompleta. Nosotros elegimos estos nueve en este curso, pero ya ven que otros tantos no menores que estos pudieran ocupar su lugar con la misma fortuna que los elegidos.

Hemos terminado en estas dos últimas reuniones con dos relatos que claramente ejercen esa facultad propia del cuento que es la brevedad, que obliga a su autor a ceñirse a unos límites muy determinados, un coto a la extensión de consecuencias perfectamente visibles en el relato. Ya lo experimentamos en la pasada reunión, nuestro debate fue buscando los detalles, las pequeñas cosas que el escrito nos ofrecía para encontrar las claves de su interpretación, porque inevitablemente, si uno no puede extenderse para expresar un aspecto de su pensamiento ha de recurrir a cierto efecto de condensación, por ello a veces una sola frase, o en ocasiones la disposición o el uso de una palabra en ella puede darnos la llave que abra el cofre; con lo cual el cuento también supone un reto para el lector, porque siendo así, nos enfrentamos a un mensaje cifrado. Seguramente nada impide al autor expresar sus convicciones acerca de tal o cual verdad a través del género que mejor se prestaría a ello, estoy refiriéndome al ensayo, sin embargo al elegir la ficción literaria como campo de trabajo, inevitablemente el texto será codificado por las reglas que ella impone, y tanto la condensación como el desplazamiento serán las herramientas, no únicas, pero sí fundamentales para dicho ciframiento. Y aunque como en el caso de hoy, el intento al hacerlo pueda ser honesto, su autor nos previene que la tentación literaria es muy fuerte y no podrá resistirse.

Comparto con ustedes esto porque particularmente me resulta central preguntarme qué motivaciones llevaron al autor a escribir dicho relato, ¿por qué lo escribe? Curiosamente elijo para decir esto un relato en el que no hay ardices ni trucos que escondan dicho motivo, hasta tal punto que Borges no tiene pudor en confesar lo que le ha llevado a escribir esta historia; nos dice que en ella se cifra un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Podemos entonces pensar a partir de esta confesión que este relato descubre una faceta del interés de Borges que se prende de la naturaleza del arrabal, pero ya escucharon también que hay cifrado, en esta historia se cifra, por tanto les prevengo que quizá no nos esté contando todas las intenciones que lo llevaron a escribirlo.

Desde algún punto de vista podríamos decir que a lo largo de este curso nos hemos vuelto un poco más desconfiados; como se dijo en una de nuestras últimas citas, siempre buscando las vueltas a cosas que son más simples y que carecen de tantas disquisiciones que sólo consiguen complicar. Es posible que quien nos acuse no se vea falto de razón y la vida sea mucho más simple de lo que algunos pensamos, mucho más plana, pero para entonces, Guillermo Grant, el personaje de Quiroga que abría el curso, no sería más un descubridor del amor que las mujeres, el amor que su Miss Dorothy Phillips profesa a las palabras, y su historia sería la simple anécdota de un pobre diablo presa de sus fantasías. ¿Qué decir de Ponto, el bulldog asesino de Zweig? Lo tomamos como un perro celoso capaz de acabar con la vida de un bebé, ¿o nos prestamos al juego de mantener los signos de interrogación de aquel ¿Fue él? para preguntarnos por la alargada sombra de su dueño? Si aceptamos esa pregunta, la partida que vamos a jugar es de apuestas fuertes, en la que nos veremos llevados a privilegiar esas insignificancias que antes nombré detalles, y que nos interrogan desde el texto, para contestar si Gabriel teme manchar sus zapatos con algo más que con esa nieve dublinesa que todo lo cubre, o envidar por nuestro moteca aunque no pueda aceptar el horror que le aguarda en la piedra sacrificial.

Prefiero pensar entonces que más que volvernos desconfiados, educamos nuestra forma de leer. No voy a descubrirles ahora a ustedes que hay muchos tipos de lectura, y que efectivamente dependiendo de la que emprendamos podemos o no ir profundizando en los estratos del texto. En este sentido exactamente es como pienso esencial el aporte que hace el cuento, porque nos muestra otra forma de leer, nos facilita el acceso a otro plano de lectura, y es por ello que no podemos darnos por satisfechos si pensamos a Borges experimentando curiosidad por la miseria arrabalera, en ese caso tendríamos otro título, por ejemplo “Los Nilsen”, o “Crónica de los colorados”, pero de ningún modo “La Intrusa”.

Preparaba hace unos días este comentario compartiendo mesa de trabajo con mi hija, que estaba a sus deberes, en este caso de una de sus asignaturas, “Cultura Clásica”, cuando de repente se dirigió a mí sorprendida para comentarme algo que había llamado su atención del texto que leía. Les comento que es aficionada a la mitología griega y en ello estaba cuando me dijo algo que les reproduzco por la oportuna comunión de lecturas que se produjo en aquel momento: “Zeus creó a las mujeres como castigo para los hombres; castigo mentiroso, revestido de belleza pero por dentro lleno de maldad”. Desconozco el efecto que tuvo en su naturaleza femenina esta enseñanza, debo suponer que como mínimo cierta perplejidad, lo de castigo mentiroso lleno de maldad convendrán que supera ampliamente eso sobre lo que he insistido últimamente de que la mujer supone la hora de la verdad para el varón, claro que deben darse cuenta de que en este caso se trato de Zeus, y él puede decirlo como le apetezca; no creo que podamos establecer comparaciones, resultan odiosas.

También sabemos que es un relato no apto para feministas; digamos que el tratamiento que recibe la mujer de esta historia no va mucho más allá del que se daría a una masa de carne capaz de trabajar, acarrear y servir al varón hasta los límites más perversos de su fantasma, sin una sola protesta, siquiera un gesto de contrariedad por su parte. Una historia que tiene un rastro, la cuenta el hermano menor, Eduardo, y pasa de boca en boca hasta el párroco de Turdera, depositario del relato que le contó su antecesor en el puesto, y que le transmite al narrador. En resumen, una cadena de transmisión compuesta íntegramente por hombres. Miguel Ángel me chivó la inclusión en el relato de la contribución de una mujer, y no cualquier mujer, pero eso es una curiosidad que prefiero que sea él quién les aclare.

Sobre todas las cosas, lo que más escandalizaría a las féminas, tanto a las militantes como a las que no lo son tanto, es una afirmación que se desliza en el texto y que parece difícil de sostener a la vista de los acontecimientos; ambos hermanos están enamorados, enamorados de la Juliana. ¿Cómo es posible? Planteemos algo más; ¿qué necesidad tendrá Cristian de una esposa? ¿De dónde podrá surgir en un sujeto de estas características un deseo de tal naturaleza? No me lo explico, quiero decir, que acepto la explicación de Borges, Cristian se enamoró, pero entonces me surge otra cuestión; como hombre enamorado concibe compartir a su amor con su hermano, compartir en todo su amplio sentido. Por cierto, ¿vieron el detalle? Una vez que la comparten no la nombran. A lo que iba, el relato lo que muestra es que dicho amor a la mujer no es óbice para que el mayor de los hermanos no sea capaz de percibir los sufrimientos del menor y ejerciendo su posesión sobre el objeto se lo ofrezca a Eduardo para que también pueda gozar de él; usala, le dice. Creo que esta cuestión es la responsable del revuelo en el arrabal y se presta como la polémica mayor del relato, el golpe explícito a la moral religiosa que supone que dos hermanos compartan la misma mujer.

Llegamos a un punto en el que cada cual fabrica su propia explicación, y sería absolutamente plausible que dos seres abyectos como son estos, absolutamente alejados de cualquier atisbo de civilización, dos calaveras, puedan llevar a cabo semejante delito, pero no está tan claro que esa explicación le sirva a Borges para cerrar el asunto incestuoso. De nuevo debemos bucear para rescatar del texto un guiño de su autor que queda expresado como al pasar; no sabemos nada de su pasado, al pasado de estos hermanos se refiere. ¿Qué hay en su pasado? ¿Qué puede haber que permita tal barbaridad? El texto no contesta a esto, pero sí dice que hay algo que los une por encima de todo.

Por encima de todo incluye a la Juliana, desafortunadamente para ella, que es sacrificada para que estos hermanos puedan reanudar su vida de hombres entre hombres. Pobrecilla, no fue necesario que esta mujer hiciera nada, ni generar la pelea entre ellos, cosa que no ocurre como todos ustedes saben, acaso algunas discusiones con su epicentro desplazado. Ella no tiene que hacer nada para trastornarlos, con ser, con estar ahí es suficiente. Cocina, trae el mate, siempre dispuesta y sin embargo, el conflicto se desencadena.

Los hermanos comienzan a tener desencuentros, y esto ocurre porque hay que pagar un precio cuando el deseo y la posesión no son los únicos vínculos, un precio que resulta de que ambos estén enamorados de la misma mujer. No es sólo una cuestión de celos, que habría que delimitar muy bien de qué tipo de celos se trata, es que además es una humillación sentir la debilidad que procura el amor, esta es la parte de molestia más incómoda, porque ciertamente no se puede hablar del éxito del acuerdo, es un desatino y no puede triunfar, pero estos hombres han de volver al mundo de sólo hombres y el perjuicio que ha creado esta mujer, esta Pandora que ofrece el mal escondido tras la belleza de sus ojos rasgados, debe terminar con este sacrificio ejecutado sin altar ni ceremonias.

Es en la última frase del texto donde vuelve la insistencia sobre este asunto, cuando nos dicen que este asesinato es otro vínculo más a sumar a los que ya existen entre estos dos hermanos. En este caso, unidos de nuevo, ahora para expulsar a una intrusa, una mujer que sí es culpable, culpable de haberlos enamorado, culpable de sembrar la discordia entre los Nilsen, de generar un amor en ambos que puede poner en peligro el otro amor, el amor fraternal, el amor que existe entre ellos, quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido… nos dice el narrador. Culpable de creer que aquel triángulo amoroso podría convertirse en un triángulo bienavenido, pero eso no fue posible. Su cálculo, si en algún momento lo hubo, no tuvo en cuenta la fuerza del amor entre ambos, no supo ver la fórmula secreta escondida en esa sangre que ambos compartían.

Por ello les decía antes que tenemos que apuntar con mucha precisión cuando hablamos de celos en este trío, porque por encima de los que puedan surgir por las preferencias que la Juliana exprasara para con cada cual, hay otros celos mucho más feroces. No encuentro que se trate de a quién quiere más Juliana Burgos, a su marido, o al cuñado, o a cualquiera que tuviera a bien acercarse por el burdel de Morón cuando es vendida, como Cristo, por unas cuantas monedas. No, los celos son otros, y lo injusto de esta situación es que inevitablemente las consecuencias son para ella. Los celos son los que cada hermano siente respecto del otro, como consecuencia del miedo, miedo a que alguno de los dos pueda amar más a la mujer que a su propio hermano, y todo se pierda para siempre entre ellos, todo eso que han compartido, las muertes que ambos debían, sus peleas hombro a hombro incluso contra la policía, la defensa de su soledad que hacía que en sus dominios nadie fuera bien recibido. Sería interesante preguntarnos si la presencia de esa Biblia de tapas negras en una hacienda tan desolada, no sería su forma de conjurar un amor entre hombres que pudiera exceder los límites de la moralidad.

Ellos son los Nilsen, y no van a consentir ser objeto de un amor que los humilla y los somete, y además, amenaza con separarlos. Para qué complicarse con mujeres, no habrá tumba a la que llevar flores porque ahora toca olvidarla; la vida puede ser, ya les dije, mucho más sencilla, mucho más apacible, y mucho más tranquila; e infinitamente más aburrida.


Alberto Estévez

Meditaciones literarias X. Notas a pie de página. Por Miguel Ángel Alonso

Tienen razón los que piensan que todo lo que se escribe actualmente no son más que notas a pie de página. Pero esa creencia, más allá de lo que suponga de devaluación peyorativa lanzada sobre el pensamiento y la literatura actual, se funda en una ignorancia. La realidad es que toda escritura, la de los filósofos clásicos, la de los místicos, la de los poetas, la de los científicos, la de la religión, la de cualquier civilización, no son más que notas al pie de una página, sí, pero de una página en blanco. Es decir, la ignorancia de aquellos consiste en creer que esas notas lo son al pie de una página ya escrita.

Ninguna universalidad conseguirá jamás tener la consistencia que tiene la página blanca. En verdad, esa imposibilidad es la única unanimidad que poseemos en relación con el otro. Y bajo ella escribimos y escribimos notas más o menos consistentes desde tiempos inmemoriales. Creer en una página ya escrita bajo la cual se garabatean notas menores, es incubar el germen de la renuncia a ser hombres, o a no querer aceptar que lo somos.

En nuestra época resulta muy común rechazar, con todo ímpetu, nuestra falla esencial y hacerse la ilusión de que, por fin, la sagrada ciencia y la no menos sagrada tecnología escriben la verdad redentora que terminará con mitologías, metafísicas, literaturas, etc. Ni siquiera en Un mundo feliz, como el que intuyó Aldous Huxley, aquellos horribles restos vivientes de lo humano conseguían eliminar la página blanca. Los habitantes de aquel mundo futuro seguían siendo mortales.

Lo inalterable de nuestra condición es lo que nunca se escribe: la verdad. Y nuevamente recurro a la literatura para encontrar en ella los cimientos en los que sostener mi reflexión. Fernando Pessoa es una de las fuentes inagotables que toca, en su literatura, la esencia del ser humano. Dice en el Libro del desasosiego:

Si conociésemos la verdad la veríamos... Nos basta, si pensamos, la incomprensibilidad del universo; querer comprenderlo es ser menos que hombres, porque ser hombre es saber que no se puede comprender

Verdaderamente, su tedio existencial es toda una sabiduría que, por serlo, se sitúa jerárquicamente por encima del conocimiento, pues éste, como bien muestra Fernando Pessoa, no es más que una nota al pie de una página blanca.

Miguel Ángel Alonso

martes, 5 de julio de 2011

La madre, qué es ser argentino y el amor. Comentario de Luis Seguí en la tertulia sobre La Intrusa

Pienso en el origen de la frase final, lo cual me lleva a comentar algo sobre la madre de Borges, Doña Leonor Acevedo. Borges vivió con ella hasta que Doña Leonor murió. Era una persona muy posesiva en relación con la vida de su hijo, probablemente de forma inconsciente. Pero Doña Leonor, al sugerir ese final, quizá estuviese pensando qué haría ella, qué le gustaría que hiciera su hijo si apareciera una mujer en esa relación tan estrecha que tenían. Es una disquisición mía en relación con el inconsciente que existe.

Y al hilo del comentario de Silvia, quería comentar que a Borges, al que nosotros admiramos justamente, en Argentina era un personaje muy polémico por lo que representaba políticamente. Era un hombre visceralmente antiperonista. Y una de las críticas que se le hacían, y que estaba bastante generalizada por los que no lo habían leído nunca, es que Borges era más francés, más europeo que argentino, que desconocía la realidad argentina. Era un argumento político que se utilizaba porque Borges había sido un opositor feroz al peronismo, hasta el punto de que una vez, cuando le preguntaron cómo eran los peronistas, dijo que eran incorregibles.

Yo quiero desmentir ese bulo de que Borges no conocía la realidad argentina. En este cuento, como en muchos otros, o en los poemas donde habla del compadrito, del orillero, hay una mezcla de deseo de saber cómo era la vida en esa Argentina salvaje del XIX, la época en la que se desarrolla este cuento y, al mismo tiempo, había un rechazo del hombre urbano y civilizado.

Insisto, en muchos cuentos revela que sabía muy bien cómo era la vida de los gauchos y cómo se estaba forjando la cultura argentina en esa época. Tiene un poema donde se pregunta qué es ser argentino. Lo considera un enigma. Considera que no se puede saber qué es un argentino, porque, como todo país que se ha hecho a partir de la inmigración, es una mezcla que todavía no ha consolidado. De hecho, la presencia de los inmigrantes en Argentina, fundamentalmente italianos y españoles, pero también otras minorías, irlandeses, franceses, judíos alemanes de Centroeuropa, era un crisol donde también otros intelectuales y escritores como Borges se preguntaban sobre esa misma realidad.

Hay otro famoso escritor argentino que se llamaba Benito Lynch, irlandés que tiene textos tan famosos para los argentinos como El inglés de los güesos, que narra la historia de un arqueólogo que iba con una bolsa de huesos; otro se llamaba Los caranchos de La Florida.

Es decir, hay un auténtico crisol donde se ha forjado la Argentina de hoy. Y cuando Borges describe a estos personajes revela un conocimiento que ya quisieran tener muchos, sobre lo que es, realmente, la vida de los gauchos. Hace una referencia muy concreta cuando habla de los colorados y su posible origen en Dinamarca o Irlanda. Es ambiguo en eso, y hay una sugerencia, no son de aquí, vienen de otra cultura, pero están integrados en la peor parte de esta cultura, en la parte salvaje, en la parte feraz, pendenciera.

En la redacción que escribe de esos hermanos, que se sostienen en una complicidad viril, como tantos hombres, efectivamente, puede haber una homosexualidad latente. Sí, pero no importa. De lo que se trata es de esa complicidad viril de los hermanos enfrentados al resto del mundo. Porque su forma de lazo social es defender su fortaleza frente a la cual todos los demás son potenciales enemigos. Por eso han hecho su vida siendo troperos, los que llevan la tropa, cuarteadores, los que llevan los carros por los caminos del campo, cuatreros, es decir, ladrones de ganado, tahúres...

En fin, describe unos personajes francamente indeseables. No hablemos ya del episodio donde van a vender a Juliana al prostíbulo y luego la recuperan comprándola de nuevo. Son dos operaciones mercantiles sucesivas donde estos sujetos pretenden mantener la unidad familiar.

Este cuento es un canto a la fraternidad, mantener la unidad familiar contra quien sea, más si es una mujer. Porque en este caso, no se puede, como se ha dicho, sentirse enamorado. Esa sería una manifestación de debilidad en el contexto en el que viven, de tal manera que no les queda otra alternativa que quitar de en medio a ese personaje que les fastidió la vida. Y la pobre Juliana es la que paga las consecuencias, porque ha amenazado esa complicidad viril que se fundaba, no en la ausencia de sexo –porque los hermanos iban de juerga, iban al prostíbulo ocasionalmente—sino que se fundaba en no admitir ninguna intrusión. Y aquí, el amor es el intruso.

Luis Seguí

viernes, 1 de julio de 2011

Semblanza sobre los gauchos realizada por Silvia Lagouarde en la tertulia sobre el relato de Borges La Intusa*.

Venía curiosa a la tertulia, pensando qué podemos decir de Borges. Porque estamos hablando de un genio, y los genios intimidan. Yo tuve la suerte de asistir a unas clases magistrales que dio Piglia sobre Borges en la Casa Encendida y, después de ver lo que él logró descifrar e interpretar de un relato de Borges, me di cuenta de que leer a Borges tiene tantas lecturas, entre ellas las filosóficas, que es muy difícil hablar de un hombre que tiene una inteligencia que, evidentemente, no todos nosotros tenemos. Y eso genera una admiración que intimida muchísimo. Pensaba en lo que yo podía aportar a la tertulia, y decidí no hablar de Borges sino de la cultura gauchesca. Especialmente me dirijo a las personas que están acá y son europeas, porque imagino que los argentinos quizá ya sepan lo que voy a decir.

¿Este relato tiene algo que ver con el gaucho del 2011, como cultura?

Quizá los europeos piensen que no. Sin embargo, es absolutamente perfecto en el 2011, porque la cultura de los gauchos en Argentina no se ha modificado, sobre todo en esa relación que se tiene con el concepto de libertad, de ser hombre, y el trato que tienen con el amor. Permanece intacto. Y el gaucho no puede formar una familia, porque la familia, como concepto burgués, para el gaucho es sinónimo de cárcel absoluta. Y creo que tienen bastante razón.

El gaucho también tiene una relación con su virilidad. Está la relación que tiene con el objeto femenino, en el que, si hay un enganche fantasmal, es ese en que la mujer que se enamora de un gaucho es, esencialmente, masoquista, y ello como concepción en la femineidad a través de la feliz vivencia de ese masoquismo.

Yo me crié con los gauchos, pertenezco a un pueblo de gauchos, uno de los más conocidos. Al lado de mi casa hay una pulpería, es un bar que mantiene sus condiciones estéticas idénticas a las de 1800, donde todos los caballos están en la puerta, y en el que entran los gauchos vestidos de gauchos. Siempre están tomando ginebra en medio de la oscuridad. Y si entra una mujer se hace el silencio y se preguntan cómo ha osado entrar una mujer, si ese lugar es absolutamente masculino. Se piensan, entonces, que es una extranjera.

Y por ejemplo, las personas que pertenecemos a esta cultura gauchesca, sabemos que hay diseminados, sin exagerar, multitud de niños de los que se sabe quién es la madre, pero no se sabe quien es el padre. Puede ser cualquiera de los siete gauchos famosísimos que hay en todo el pueblo. Porque tienen esa relación con el objeto femenino, y no se enteran de que tienen el hijo. También hay una incestuosidad muy interesante. Todo esto forma parte de la cultura de los pueblos gauchos. El mío se llama Capilla del Señor, lo pueden ver en Internet, y estoy al lado de otro más famoso al que va mucho turismo europeo. En ellos, la cultura gauchesca sigue estando instalada. En mi pueblo es normal encontrar cinco caballos en un semáforo.

Pero nosotros, pequeños burgueses, desde nuestras concepciones, estamos muy disociados de esa cultura gaucha. Hay una gran división cultural. Eso no quiere decir que su cultura no sea asumida. Como digo, hay una gran disociación entre la cultura gaucha y la pequeño burguesa, si bien hay muchas fiestas gauchas.

Pero lo que quería nombrar, y es por lo que Borges me parece un genio, es que en estas pequeñas páginas ha relatado y ha dejado sellada la cultura del gaucho y ese sentido que tienen de la libertad, y también del amor como humillante. Es esa cosa viril que roza el machismo, pero es su cultura.

Creo que no va a cambiar nunca. El gaucho no evoluciona como lo hace el objeto técnico, el gaucho no tiene nada que ver con Internet. Eso no les interesa. Están todo el día con los caballos, con las vacas, y tienen una manera de comer que todavía está vigente.

Silvia Lagouarde

*A continuación del comentario de Silvia, Gustavo Dessal ofrece una explicación acerca de por qué hay culturas que cambian y otras que no lo hacen. El comentario de Gustavo es el siguiente:

A la luz de lo que acaba de comentar Silvia, recuerdo que, en los cincuenta, Levy-Strauss escribió un texto extraordinario donde se interrogaba por qué existen civilizaciones que cambian y otras que no.

Las civilizaciones, las culturas, se dividen en dos grandes categorías, las que se modifican con el paso del tiempo y de la historia, y las que son inmutables, esas que solemos llamar, desde el punto de vista de la referencia eurocentrica, pueblos primitivos.

La respuesta que da Levy-Strauss a su pregunta es que los pueblos que no cambian son aquellos que están organizados, sustentados, por relatos, por una historia, por una mitografía capaz de satisfacer todas las necesidades existenciales y espirituales de esa cultura. Es decir, que no dejan nada librado a la incógnita.

Por el contrario, solamente pueden cambiar aquellas civilizaciones cuyo relato deje algún espacio abierto y, por lo tanto, introduzca la necesidad de una búsqueda, de algo que esté más allá de lo que está dado.

La conjunción de este cuento con el recuerdo de lo que plantea Levy-Strauss, me ha hecho pensar que no por nada, estas culturas inmodificables –estaba pensando en los gitanos, que tienen también algo de lo gauchesco en el sentido de la separación nítida de los roles y papeles entre hombre y mujer— son culturas en donde hay una necesidad, un imperativo de mantener un lugar perfectamente delimitado para la mujer.

Porque la mujer es la que verdaderamente puede introducir una fisura, puede perforar ese sistema de autoabastecimiento que constituye la pervivencia de una cultura. Es decir, hay culturas que perviven gracias a que nada les falta, por así decirlo. Y para que nada siga faltando, es preciso que lo femenino esté muy bien encerrado. De lo contrario, lo femenino es siempre la puerta abierta hacia la posibilidad de introducir una diferencia que desestabilice el sistema.

Comentario de María José Martínez en la tertulia sobre La Intrusa de J. L. Borges

Una cosa que me sorprendió. Y es que muchos de los relatos de Borges de esta serie, El informe Brodie, comienzan con el latiguillo, "otro me contó", "otro me dijo", etc. Me parecía que, de esta manera, Borges se libera de una especie de responsabilidad de contar. No se hace responsable de nada. Muchas veces, uno se da cuenta, por parte del autor, o del narrador, a quien prefiere en la novela, en el relato, por quien tiene más simpatías, qué enseñanza nos quiere dejar. Y aquí Borges no dice nada, no se inclina por nadie. Cuenta, narra, y nada más. Y ante esa especie de frialdad e indiferencia, me quedo pensando que el misterio es el propio Borges, no sabemos muy bien quien es.

El único sitio en donde me pareció que los sentimientos empiezan a aflorar en el relato es cuando dice que los dos estaban enamorados. Y esto, de algún modo los humillaba. Para mí, ahí hay una clave fundamental. En España, en el siglo XVI, nadie confesaba el amor. Confesaba los celos, el odio, el honor, los duelos –que había muchos— pero amor, ningún hombre lo confesaba. Como que no era cosa de hombres. El amor es siempre más femenino, de alguna forma les hacía mostrar una debilidad que no podía existir en ellos. De manera tal, matan a Juliana porque estaba estropeando lo que ellos eran en esencia. Yo, hasta le encuentro algo de humor negro. Me hace reír esa simpleza de estos señores.

A ese amor masculino que hay entre los hermanos, a esa pareja indisoluble, no le veo nada de homosexualidad. Veo que defienden a ultranza esa manera de ser masculina, muy machos, muy criollos, muy suyos, muy de navaja, pero nada más. En cuanto algo les rompe ese esquema, se acaba la historia.

Los hermanos constituyen todo un prototipo de pareja.

María José Martínez Sánchez

lunes, 27 de junio de 2011

Un pequeño comentario sobre Borges de nuestro galeno Antonio, realizado en la tertulia sobre La intrusa.

El informe de Brodie fue escrito en 1970, y puesto que había nacido el último año del siglo, Borges tenía 71 años cuando escribe el primer cuento de este libro, La intrusa.

Quería pararme en la literatura borgeana, desde el punto de vista estrictamente literario. Por supuesto, Borges tiene virtudes que alcanzan el nivel de sobresaliente. Y una de esas virtudes es la capacidad para decir lo que quiere con una gran escasez de palabras. Ese laconismo es una de las características de Borges. Y eso lo consigue gracias a un uso exquisito, tremendamente acertado, de los adjetivos. Si un escritor utiliza bien los adjetivos, ahorra palabras a la hora de definir el resto de la frase:

En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida

El otro asunto que quiero subrayar, que en este cuento quizá no se ve tanto, pero es otra de las virtudes de Borges, es que dentro de ese laconismo hay algo maravillosamente musical. Si uno lee en voz alta sus cuentos, consigue un ritmo en el que el lector comprueba que no le sobra ni le falta una sola sílaba. Es algo que ocurre con los clásicos, por ejemplo en El Quijote:

En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”.

Como digo, quizá en este cuento no se ve tanto como en otros. Recuerdo ahora:

“... en las horas ciertas de la noche aún puedo caminar por las calles”.

Es algo perfecto, como una música. Esto es lo que quería subrayar, la virtud de esos adjetivos perfectos que permiten una concisión de la frase y una gran musicalidad.

Antonio

domingo, 26 de junio de 2011

La referencia bíblica en La intrusa de J. L. Borges (2 Samuel, I, 26)

La referencia bíblica que, como epígrafe, aparece al comienzo del texto de La intrusa, corresponde a la endecha que pronuncia el Rey David a la muerte de su amigo Jonatán, hijo del Rey Saul.

"Angustia tengo por ti, hermano mío Jonatán, que me fuiste muy dulce; más maravilloso me fue tu amor, que el amor de las mujeres".

Se encuentra en una de las versiones del Antiguo Testamento, la Biblia Septuaginta, llamada así porque, según se dice, fueron setenta sus traductores.

Es, quizá, esta endecha, uno de los fundamentos para las interpretaciones de homosexualidad reprimida que se vierten sobre las relaciones de los hermanos Nelson en el cuento de Borges. Homosexualidad a la que hace referencia Rosa López en su comentario realizado en la tertulia.

Liter-a-tulia

viernes, 24 de junio de 2011

Comentario realizado por Rosa López en la tertulia sobre el cuento de Borges "La intrusa"

Lo que resalta a primera vista es la economía de las palabras de Borges para describirnos unos personajes a través de muy pocos objetos. En toda la historia del relato, el seguimiento de los objetos tiene una importancia fundamental: los objetos del campo, los objetos de los cuatreros y los objetos religiosos.

Por ejemplo, creo que la Biblia no es solamente un pequeño objeto que viene a mostrar la procedencia de los hermanos, esa línea protestante del norte de Europa, sino que es importante la referencia al versículo del comienzo, y también es importante la alusión del párroco aludiendo a otro párroco. Realmente, el cuento remite a la Biblia para llevar a cabo una especie de herejía. Porque estos dos bárbaros, los Nilsen, estaban curtidos, cultivados por este libro de tapa negra.

Hay una jugada de Borges contra la iglesia, contra la Biblia, único libro en una casa de pecadores que no pagan por los pecados. Lo vemos ya en la primera frase, donde se nos dice que Cristián muere de muerte natural. Es el colmo. Se pasaron la vida en pendencias y matando, pero nunca les llegó una cuchillada a tiempo, a ninguno de los dos, de tal manera que mueren de muerte natural.

Por otro lado, y también respecto a la Biblia, en ella había algunas inscripciones. Los hermanos no tienen historia, pero seguramente, en esas inscripciones estaban los días de bautismo. Era lo que se solía hacer.

Quiero detenerme ahora en la siguiente frase:

“... un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos”.

Orilleros, palabra maravillosa que hace referencia a los suburbios de Buenos Aires. Me fijé también las palabras “breve” y “trágico”. Porque es verdad que en este cuento encontramos las características de la tragedia. Pero, a diferencia de la tragedia griega, esta tragedia criolla no tiene saga familiar, ni tiene las consecuencias de Edipo arrancándose los ojos. Es la pérdida del sentido de la tragedia, y es la tragedia de los emigrantes europeos en América. Lo trágico es que han perdido la historia, que están completamente desarraigados, que no tienen la saga familiar.

Y vemos la figura del coro, muy leve, pero es ese coro que goza con alevosía de lo que va a venir:

El barrio, que tal vez lo supo antes que ellos, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos”.

El coro ya está prediciendo el desenlace que se estaba armando.

Tenemos, por tanto, los objetos del campo y los objetos religiosos, pero, además, la misma Juliana Burgos es un objeto, poseedora, a su vez, de otros objetos, un rosario y una cruz que le había dado su madre, objetos religiosos también.

En relación con los hermanos. Ellos conforman una pareja indisoluble. Que sean homosexuales reprimidos, como dice la interpretación psicoanalítica anglosajona, no me parece tan relevante. Una parte del psicoanálisis anglosajón planteó que, en este cuento de Borges, está reprimida la tendencia incestuosa, y que usaban a la mujer como objeto intermedio para gozar, porque no se animaban a tener el encuentro sexual directamente entre ellos. Es una interpretación psicoanalítica que me parece forzada. Estaría apoyada en el salmo bíblico citado anteriormente. En cualquier caso, hubiera o no homosexualidad, era una pareja indisoluble en la que no se podía introducir ningún tercero, porque se desestabilizaba.

Pero en un momento determinado, el cuento nos informa de que, sin saberlo, los hermanos estaban celándose. Creo que ahí sí hay una pequeña alusión al inconsciente. Ellos no sabían lo que les estaba pasando. Lo cual tendría que ver con el hecho de que no podían concebir el amor. Estaban hechos para las puñaladas, y cualquier cuestión que fuera del orden del amor no era para ellos asumible.

Al respecto, se podría establecer algún comentario. Hay algo que me extrañó en este cuento respecto al estatuto del amor. Estos hombres, ¿hasta qué punto son capaces de amar? En el contexto hay un momento chocante. Es cuando dice que estaba enamorado de la mujer de Cristián. Es decir, no tanto de Juliana Burgos, como de la mujer del hermano. Es clarísimo, está enamorado de la mujer del otro. Pero además, el diagnóstico del amor nos lo da el propio Borges en otra frase:

En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la maraña (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor”.

Y esta es la historia de un monstruoso amor, el de estos dos hombres que hay que imaginar que no fueron amados en la infancia. Estamos en una economía máxima de la palabra, lo cual se refleja en las cosas que se dicen entre los hermanos, y sobre todo en esa frase final:

A trabajar hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté

Economía de las palabras. Incluso hay un momento en que la mandaron que se retirara porque iban a hablar en el patio. Yo pensaba, ¿qué van a hablar? Juliana se echó la siesta pero, inmediatamente, la levantaron. No son hombres de palabras, son hombres del acto para quienes la palabra se reduce a la mínima expresión.

Pero lo más trágico, además de la propia muerte de Juliana Burgos, es que en esa muerte vuelve a aparecer Antígona en el cadáver que queda insepulto y va a ser devorado por los caranchos. Y trágico es, también, que ellos mueran de muerte natural.

Rosa López

domingo, 19 de junio de 2011

Breve comentario a "La intrusa" de J. L. Borges. Por Gustavo Dessal.

Sin duda, es muy improbable que Eduardo Nelson (o Nilsen) hubiese confesado alguna vez esta historia, ni siquiera después de la muerte de Cristián. Habría supuesto una traición, un quebranto del pacto viril que unía a los hermanos, y que acabó siendo más fuerte que el renuncio al que ambos sucumbieron durante un corto tiempo de sus vidas. Pero que la fuente de la leyenda no haya sido la boca de Eduardo, es el motivo que le permite a Borges introducir, desde las primeras líneas de este cuento descarnado, uno de sus temas favoritos: la idea de que lo real es inasible, y que la realidad solo se sostiene en la ficción. No existen los hechos, no existe la facticidad de lo vivido, no hay alcance posible del texto originario de las cosas, y toda palabra es siempre la que viene al lugar de otra irremediablemente perdida.

“Alguien la oyó de alguien”, nos informa Borges con su habitual laconismo. Y ese alguien,¿de quién la oyó? Se adivina aquí un deslizamiento que borra el origen, deslocaliza la fuente. Por si no fuera suficiente, una segunda versión llega a los oídos de Borges, “ con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso”, y que deben asumirse como inevitables, casi diríamos naturales, así como la tentación confesada de que el afán literario le añada alguna que otra modificación. Aquí es donde escritura y pensamiento se conjugan, dado que el genio de Borges es profundamente filosófico además de poético: nos jura probidad, es decir, honradez, la cual no consiste en buscar la objetividad, sino la verdad, ese “breve y trágico cristal” que solo la ficción nos permite extraer.

Si el origen de la historia se pierde, otro tanto sucede con el origen de sus protagonistas, que nada saben sobre el lugar ni el tiempo ni las palabras que los preceden y constituyen: su azarosa crónica, perdida “como todo se perderá”. La Biblia y el color de su pelo delatan una procedencia remota y europea, más lejana que la de los conquistadores. Como ambos profesan hacia la ignorancia la misma pasión que se les impondrá en un recodo de su existencia, viven en el absoluto desconocimiento de su historia. Tras de sí no hay relato alguno, y son ellos los que fundan su gesta, como si nada debieran ni hubiesen salido de vientre alguno. Juntos, son el principio y el fin.

No es necesario conocer cómo Juliana Burgos se cruzó en sus vidas. Por lo visto, Borges juzga superfluo gastar siquiera una línea en ello. Conformémonos con saber que un buen día Cristián la trajo a vivir con él, es decir, la introdujo como tercera en la paridad de esa temible fratría, hasta entonces solo afectada por una diferencia en la edad. ¿Fueron los modestos encantos de Juliana los que conmovieron el corazón duro y reseco de Eduardo, o el mero hecho de que, viéndola en posesión de otro, él se viese a sí mismo como privado de lo que nunca había echado en falta? Y que conste, como Borges nos lo señala con máxima economía de términos y precisión de conceptos, que a ninguno de los hermanos le había faltado hasta entonces el aliviadero del sexo en juergas y lupanares. No fue el deseo lo que desacomodó sus rutinas y amagó con desatar el nudo de la pareja fraterna. Fue el amor, inaudito en el escenario de esas vidas que por encima de todo defendían su soledad y su silencio. Un amor que, en aquel “duro suburbio” donde ni siquiera para sus adentros un hombre podía confesarlo, los humillaba a los dos, porque el amor brota de la falta, y al instante la revela y la muestra, para vergüenza del varón que cifra su hombría en su afán por desconocerla, aunque para ello tenga que mutilarse.

Tal vez porque la voluntad de justicia distributiva no pudiera disimular la preferencia de Juliana por uno de ellos, o tal vez porque el arreglo estaba necesariamente prometido al fracaso, el hecho es que hubo un primer intento de automutilación: vender a la Juliana a un prostíbulo, arrancarla del lugar del amor y devolverla al sitio donde están las mujeres que no causan problemas, porque no se distinguen, si se poseen, ni se codician. Si acaso procuraron mediante este manejo regresar a la petrificada rutina de la comunidad de los “hombres entre hombres”, no pudieron lograrlo, y no le faltó valor a Cristián para ponerle palabras, las justas pero certeras: “De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano”.

¿Borges escribe en el lenguaje de esos hombres, o esos hombres hablan el lenguaje borgiano? Se abre aquí una bifurcación que no habré de tomar, por conducirnos de pleno hacia la inmensidad de la lengua que Borges nos descubre en el habla de esos seres desprovistos de toda erudición. En la pluma de Borges, los gauchos tejen un decir poético que iguala a Homero o Rimbaud.

Fracasada “la infame solución”, es necesario un proceder más quirúrgico, porque el rebajamiento imaginario intentado mediante la venta no ha conseguido otra cosa que aproximarlos aún más al temido abismo de la carencia. Muerta, ya no será de ninguno, y ninguno habrá de sentir el insoportable dolor de amarla, el único miedo con el que no pueden batirse.

GUSTAVO DESSAL

jueves, 16 de junio de 2011

Jorge Luis Borges cuenta una anécdota sobre su relato La intrusa*

En la entrevista que Joaquín Soler Serrano realizó en TVE a Borges en el año 1976, el escritor argentino le contaba al periodista una curiosa anécdota surgida en el final de la escritura de su relato La intrusa. En ese momento, recordaban a Doña Leonor Acevedo, madre de Borges, que había muerto en el año anterior a la edad de 99 años. El escritor se refería a ella como una extraordinaria mujer, generosa e indulgente. Un Borges emocionado hacía referencia al remordimiento que sentía por su creencia de que Doña Leonor, al haber consagrado su vida, primero a Jorge Guillermo Borges –su marido, ciego como J. L. Borges— y a él mismo, había hipotecado la posibilidad de ser feliz en la vida.

J. Soler Serrano: Fue más que una madre para usted, fue una compañera, fue una amiga, una consejera.

J. L. Borges: Murió el año pasado con 99 años, una larga vida. Mi padre murió ciego. Y ella me decía, bueno, yo he sido los ojos de tu padre, ahora seré tus ojos. Efectivamente, todo eso con una generosidad, con una indulgencia... Vivían así, con ese sacrificio...

J. Soler Serrano: ¿Opinaba ella sobre su obra? ¿Le daba sus puntos de vista?

J. L. Borges: Sí. Yo estaba escribiendo un cuento que le desagradaba mucho, que se titula La intrusa. Se trata de dos hermanos y una mujer a la que quieren los dos. Uno de los hermanos mata a la mujer para que no se interponga entre ellos. Llega un momento en que el mayor le dice al menor que había matado a la mujer. Entonces, yo no sabía como él podía decir eso, y toda la suerte del cuento dependía de las palabras. Entonces mi madre me dice: “Dejame pensar”. Hablaba así en criollo: “Dejame pensar”. Y luego me dijo con una voz distinta: “Ya sé lo que le dijo”. Como si hubiera ocurrido eso. Bueno, “escribilo”, le dije yo. Después de escribirlo lo leyó: “A trabajar hermano, esta mañana la maté”... Todo eso lo intuyó mi madre, yo no hubiera dado con un final tan feliz.

J. Soler Serrano: Portentoso.

J. L. Borges: Además eso: “Ya sé lo que le dijo”. En ese momento ella creía en los orilleros imaginarios. Ella se había identificado conmigo, pero yo no hubiera encontrado la frase. Ella los conocía mejor que yo, que los había imaginado. Extraordinario ese momento. La veo a ella así con la pluma, deteniéndose, veo exactamente la mañana esa, el escritorio... “ya sé lo que le dijo”. Luego me dictó la frase, la frase perfecta que el cuento requería para existir. Y después me dijo, espero que ya no escribas cuentos sobre cuchilleros. Después le quitó toda importancia al cuento y me dijo que esperaba que escribiera sobre otros temas

* De la entrevista que Joaquín Soler Serrano realizó en TVE a Jorge Luis Borges en el año 1976.

Las cosas y el deseo. Comentario de Miguel Alonso en la tertulia sobre el relato La intrusa, de J. L. Borges

Estamos ante un texto en el que la abstracción de lo intelectual –desde la que Borges concibe tantos de sus relatos— se sitúa a una cierta distancia. En La intrusa, el drama de la vida misma parece reclamar la exclusividad del espacio. Pero un plano teórico, que se sitúe sobre la vitalidad del cuento, ni siquiera aquí estaría de más. Por el contrario, puede clarificar perfectamente el “pathos” en el que se ubican los dos hermanos, a saber, su obsesión por rechazar cualquier incertidumbre que pueda venir a conmover su mundo inmóvil e idiota, únicamente fijado a las cosas. Y hay que decir lo siguiente, no son las cosas, los objetos, lo que nos hace humanos, sino las palabras y su incertidumbre consustancial. Es el “Dicen (lo cual es improbable”... el terreno donde el ser puede nombrarse humano.

Lo que está implicado en el nudo dramático de La intrusa, más allá del acto final, contundente, del asesinato, es un modo de estar en el mundo y el afán de tener un control absoluto sobre el destino. Este modo de estar en el mundo, encarnado por los Nelson, viene dado por lo que implica el rechazo a vivir en el marco de una verdad que nunca se revela de forma total, el rechazo a vivir en el marco problemático del deseo y en el de una palabra propia para ese deseo. Ese rechazo podemos significarlo en la frase final que uno de los hermanos, después de haber matado a Juliana, decide ilusoriamente:

Ya no habrá más perjuicios

Son diversos los elementos que requieren nuestra atención, verdad, deseo, palabras y cosas, además del corte que introduce la mujer, elementos a los cuales se les puede seguir en una evolución ordenada a lo largo del texto de Borges. Voy a tratar de situarlos en esta reflexión. Comienzan a pergeñarse ya en el primer renglón. Podríamos pensar, ya que estamos en un texto con alguna referencia bíblica, que lo primero es el verbo: “Dicen (lo cual es improbable)”
Pero la particularidad es que, ligada al verbo, al decir, encontramos la improbabilidad, sobre la que el narrador abunda de inmediato para mostrar sus intenciones:

“... ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor—a la historia”.

Y todavía más, en una nueva frase, ahora introduciendo un nuevo elemento, el relativismo de la verdad junto con la improbabilidad:

La escribo ahora –la historia— porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos”.

La improbabilidad: “si no me engaño”; la verdad cifrada: “un breve y trágico cristal” alrededor del que sitúa el decir improbable, o sea, palabras, las suyas y las de otros.

Queda situado el registro de la verdad, del decir y del deseo. Del deseo porque lo que se produce es un deslizamiento a través de una palabra que merodea alrededor de una verdad que, ya desde el comienzo, se define como cifrada y, por tanto, de acceso problemático. Desde ese lugar escribe el narrador, el mismo lugar en el que se sitúa siempre la excelencia de Borges, ya sea literaria, histórica, psicológica, etc., siempre relativista respecto a la verdad y, por lo tanto, distanciándose de su atávica, unívoca y, con frecuencia, pendenciera ascendencia, tantas veces evocada por él o incluso imaginada.

A partir de este inicio pleno de incertidumbres, se pone en juego una oposición. Aparecen de forma masiva las cosas, como si fueran los objetos naturales capaces de saciar las necesidades de los hermanos Nelson, y de situarlos de forma inequívoca en el mundo. ¿Dónde situamos las cosas, los objetos?

En un plano mínimo y primario del lenguaje. Aparecen sin movimiento, insustituibles, instituidas para la repetición, cosas que nunca entran en la dialéctica con otros objetos del mundo. Es como si el verdadero lenguaje humano, el “Dicen (lo cual es improbable)...” no existiera, sino tan solo:

el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero”.

Es una frase sin verbos, llena de palabras desnudas, o vestidas de forma mínima, que sugieren la soledad de lo primario, esa soledad idiota en la que vivían los hermanos Nilsen, un escenario de cosas sólo tocadas por algún que otro adjetivo inquietante.

Y hablando de dagas que producen escalofríos, ¿dónde podemos situar un corte dramático en la vida de esos hombretones, los hermanos Nelson?

La mujer, siempre intrusa para el hombre, viene a jugar un papel determinante. Juliana Burgos, aunque los hermanos la tomaron en principio como una cosa más, de pronto, insospechadamente, resulta que moviliza lo humano. Donde el pobre hombre cree dominar el destino, trazando sobre él la marca de unas mínimas palabras, la mujer sobreviene para diluir la tinta y dejar al pobre hombre ante la incertidumbre vital, ante su humanidad, ante su vacío, que para los hermanos es horroroso y ante el que se apresuran a retroceder para recuperar, no la cosa, sino el fetiche sin vida.

¿Quién mejor que una mujer puede extraer al hombre de los lugares limitados, atávicos, solitarios, idiotas y primarios en los que trata de sostenerse? ¿Quién mejor que una mujer puede mostrarle al hombre el delirio que supone creer que las palabras son cosas? ¿Quién mejor que una mujer puede acobardar al hombre poniendo ante él la fecundidad de la vida? ¿Quién, mejor que una mujer, puede situar al hombre en el “peligroso” y “vergonzoso” escenario de su feminización –la del hombre— ese escenario desde el que puede amar?

Hacia el lugar de su feminización fueron arrastrados los Nilsen por Juliana Burgos. Ellos, tan hombres, tan fuertes, tan temidos, tan pendencieros, corrieron el peligro de perder “lo que tenían”, perder su hombría, perder las cosas para entrar en el difícil terreno de la incertidumbre, donde el “no tener” es bandera de la vida, “no tener” seguridad, “no tener” referencias fijas, “no tener” al hermano como signo único.

Pero creían, pobres ilusos, que eliminado la incertidumbre ya no habría más perjuicios. La aparición de Juliana Burgos puso en juego un elemento problemático: el deseo. Ella es la causa del deseo que desubicará, por siempre, a los Nelson. Los lugares ya se han movilizado, comienzan a producirse sustituciones, deslizamiento de intenciones y afectos, los celos, las mentiras, el cuestionamiento del otro, del hermano, como algo único, y el cuestionamiento de aquel destino contundentemente fijado a las cosas sin verbo.

Ella se torna la causa que los hace deseantes, y contra eso el remedio siempre es precario. Aunque pretenden recuperar su posición de inmovilidad, sucumben necesariamente al paso por ese deseo. Como bien subraya el final del cuento, están obligados a olvidar a Juliana.

Es el pathos de los hermanos, su neurosis: procurar olvidar, eternamente, aquello que por un momento fugaz los atravesó. Y el olvido, para ellos, supone arrastrarse por las cosas mortecinas que, imitando a las palabras, pero no siéndolo, no mueven nada, sino que instalan la ignorancia en el no querer saber.

Cada mujer encarna algo de lo indecible. Lamentablemente para los hermanos, probaron la suculencia de Juliana Burgos, que si bien pretendían que fuese una cosa más, encontraron con ella la humanidad que los causó, que los movilizó. Y uno puede matar a la encarnación del deseo sin encontrar ningún castigo penal, pero al deseo mismo, a ese no se lo puede matar. Por eso quedan, eternamente, condenados a olvidarla, o lo que es lo mismo, a recordarla.

Miguel Ángel Alonso

martes, 7 de junio de 2011

Presentación y firma de la novela "La conquista del olvido"

Nos place invitarle a la presentación y firma de la novela "La conquista del olvido", Premio de novela Diputación de Córdoba.
Intervendrán: José María Merino, escritor y académico de la RAE, Luis Salvador López Herrero, escritor, médico y psicoanalista, Antonio de Egipto Suárez Chacón, editor (editorial El Páramo), y Cristina Peñalosa Giménez escritora (autora de la obra).
Viernes 10 de Junio de 2011, 20 horas
Sala de ámbito cultural, 6ªplanta, Corte Inglés León

lunes, 6 de junio de 2011

Última tertulia del curso 2010-11. La intrusa, de J.L.Borges.

El pasado viernes 13 de Mayo celebramos nuestra reunión presidida por el cuento de Salinger, "Linda boquita y verdes mis ojos"; ésta se reveló como una de las citas más animadas del curso, tanto por su apasionante debate, como por la multiplicidad de versiones que el relato nos ofreció. Una vez terminada, todavía los tertulianos revolvían en sus párrafos para resolver la intriga triangular de este breve cuento.

Nos encaminamos, ahora, hacia la última reunión del curso. Terminaremos este año con Jorge Luis Borges; de este maestro del cuento hemos elegido el titulado "La Intrusa"; un relato "directo" que encabeza la serie de once cuentos que componen el libro "El informe de Brodie" publicado por primera vez en 1970 y que podemos encontrar en edición de bolsillo de Alianza Editorial.

Es el broche que hemos elegido para cerrar un curso dedicado íntegramente al relato corto. Nos reuniremos en el restaurante Este o Este, en Manuela Malasaña nº9 , el segundo viernes de este mes de junio, día 10, en el horario habitual, 6 de la tarde.

LITER-a-TULIA

miércoles, 25 de mayo de 2011

La mujer de otro: apertura de la 26ª reunión de LITER-a-TULIA (Linda boquita y verdes mis ojos) Salinger

Es curioso, debo confesarles que en este final de curso hay algo que insiste. Elaborando este comentario para ustedes, tomé conciencia, debo decirlo así, ya que hasta ese momento no había reparado en ello, las motivaciones inconscientes gobernaron la situación, de que hay algo que se repite en la temática de los dos relatos elegidos para cerrar este curso que decidimos dedicar al cuento. ¿Cómo podría formularlo?

Tanto en el relato que elegimos para la reunión de hoy, como en el de Borges que vamos a plantearles para nuestra última cita del mes que viene, trataremos de la zozobra del varón. ¿Y qué es lo que en el varón tiene el privilegio como agente desencadenante de dicha zozobra? Todos ustedes lo saben, ya lo hemos indicado en reuniones anteriores; la principal zozobra del varón es la mujer.

Sin lugar a dudas, la mujer goza de ese privilegio, pero no piensen que al decir privilegio se trata de algo a lo que la mujer debe llegar o tiene que alcanzar, piénsenlo más bien como un lugar, o como una posición, que en ningún caso es la posición de todas las mujeres. Se trata de un lugar que responde a una lógica que pone a prueba la capacidad del varón para transitar por unos dominios que no le son habituales, de los que su propia lógica viril lo resguarda, y a los que no quiere verse enfrentado sabedor de los tropiezos que le provoca, aunque debamos hacer la salvedad que contradice al dicho popular y afirmar que no: ¡todos los hombres no son iguales!

Que todos los hombres no son iguales es algo que también sabe Salinger. Él, que llegó a convertirse casi en un anacoreta, vaya usted a saber si en parte como consecuencia de todo esto, de andar huyendo de la mujer dejando por el camino varios matrimonios rotos, no obstante, su pluma dibuja dos hombres aparentemente bien distintos en este relato que tiene la originalidad de constituirse esencialmente en el contenido de una llamada telefónica. Verdaderamente como hombre de los detalles, este cuento es finalmente mucho más que una llamada de teléfono, porque hay otra escena previa a la invasión que esta llamada produce: una pareja en la cama, una pareja formada por un hombre y una mujer. Así que no todos salen corriendo, afortunadamente hay algunos hombres, quizá un poco locos o probablemente inconscientes, que se meten en la cama con ellas.

Se dan cuenta que trato de huir de las generalizaciones, en parte es el espíritu de este espacio; una reunión tras otra observamos cómo lo múltiple emerge en forma de comentarios, lo múltiple presente incluso en los comentarios con los que encabezamos la reunión: Miguel y yo jamás hemos preparado el inicio de ninguna de estas reuniones de manera conjunta, y sin embargo siempre hablamos de cosas distintas, incluso en algunas ocasiones nuestras interpretaciones han sido casi opuestas, pero esta es la filosofía de esta tertulia, lejos del ansia por cerrar acuerdos, buscamos dar lugar al “cada uno”, ofrecerles la palabra a ustedes para que todos podamos apreciar el efecto que la diversidad de pensamientos ejerce sobre el relato, y esto es muy enriquecedor, porque no hay una sola manera de leer a Salinger, a Chéjov o a Melville, no existe una única manera de leer la ficción literaria, hay la de cada uno, desde la ficción propia, que es la que dispone la interpretación que después haremos del texto correspondiente.

Huir de las generalizaciones es también una manera de descompletar la posibilidad de la interpretación Una, la única interpretación, para proponer la interpretación por aproximación, un estilo de interpretación que por sí misma no satura todas las resonancias que un texto puede ofrecernos. Por lo tanto, dar lugar a la “otra” interpretación nos aleja de la generalización y produce cierto efecto de ambigüedad más afín a nuestra naturaleza de sujetos, lo cual no impide que, según los casos, siempre y en toda ocasión este desafío de lo Uno resulte sencillo de soportar, pero esto es lo que constituye una tertulia. Una tertulia dominada por la presencia de las mujeres, con las que algunos pocos, seguramente un poco inconscientes, estamos dispuestos a conversar.

Pero si hablamos de ambigüedad, Salinger es el escritor adecuado, y este relato en concreto abunda en lo ambiguo, es adonde apunta, juega con ello, y es ahí donde el autor parece divertirse, porque efectivamente este tipo de cuento es el que pone a prueba la ficción de cada uno, no tenemos más remedio que ponerla en juego porque la historia que nos cuentan tiene ese objetivo, sacar a relucir algo propio, nuestros propios recursos para interpretar el texto. Digo esto porque este relato promueve la ambigüedad, lo tomo por una cuestión que seguramente se le ha planteado a muchos de ustedes, algunos habrán podido contestarla, otros quizá no lo tengan tan claro. ¿La mujer que está en la cama con el hombre de pelo cano es la mujer del Otro? No voy a contestarles directamente con monosílabos, permítanme seguir el carácter del relato y otorgarme cierta dosis de ambigüedad.

En primer lugar, y más acá de esta respuesta, no todo el relato se consume en interrogarnos acerca de esto; Salinger también quiere darnos algo más a ver a través de ese formato tan peculiar de la llamada telefónica, peculiar no porque no hayamos leído conversaciones telefónicas en la ficción literaria, es bastante habitual, sino porque esta conversación ocupa el relato de cabo a rabo, casi no hay lugar para nada más que la conversación de estos dos hombres que parecen ser socios además de mantener algún tipo de relación de amistad. Este escenario nos permite observar las diferencias entre uno y otro, y para el caso, es Arthur, el hombre que efectúa la llamada, el que se retrata más decididamente, quizá involuntariamente, quizá como consecuencia de la angustia, o porque su carácter lo dicta de esta manera; en cualquier caso, el lector consigue una imagen bien visible a través del trance que este hombre está atravesando, da sus características como personaje.

Para ello, contamos con multitud de detalles. Ya sabíamos por la lectura de “El Guardián entre el Centeno” que Salinger es un enamorado de las pequeñas cosas, de esas que parecen no tener importancia, que son dichas como al pasar pero que encierran en su singularidad la esencia de un pensamiento. En aquella obra, los que han tenido la oportunidad de leerla recordarán que deliberadamente el autor esconde o sitúa en un segundo plano la muerte del hermano del protagonista, que es un hecho crucial para pensar el trance de nuestro joven Holden Caulfield. Lo esconde y lo muestra, está ahí por si queremos tomarlo, y con nuestro relato de hoy se trata del mismo ejercicio.

Podríamos decir que esos detalles son bien visibles si de lo que se trata es de analizar la relación que Arthur establece con la mujer, o al menos con esa mujer, su mujer Joanie, y ello es cierto: Salinger sabe que en la elección de la pareja por parte de un hombre y en las características de la relación que se mantiene con ella, dicho hombre deja a la vista, con Arthur de manera clara, los significantes que comandan su discurso y que nos llevan a la pregunta de qué es lo que une a Arthur con Joanie, pero sobre todo, lo que queda bien visible es la manera en que la lógica que comanda el pensamiento del macho, su lógica viril, fracasa a la hora de abordar lo ilimitado intrínseco a lo femenino.

Quiero decirles que todas fracasan, porque aunque no todos los hombres son iguales, la lógica que gobierna al macho tiene esa deriva característica que preside lo Uno y que no comulga de lo otro, que no encaja bien la diferencia que propone lo femenino, y eso lo vemos de forma clara en el texto de hoy, porque Salinger nos pinta la zozobra de un macho que trata de gestionar esta diferencia a través de la posesión, la mujer como posesión del hombre, y la contrapartida que ello tiene, la amenaza de perderla aparece en cada esquina. Joanie es un objeto entre los bienes que Arthur atesora, objeto que podrá perder en brazos de cualquier ascensorista, prácticamente en brazos de cualquiera, todos tienen algún atractivo según deduce de lo que ella piensa. Leo la posesión hasta en el título: …verdes mis ojos, que son en realidad los de ella.

Pero para dibujar la posición de Arthur no es suficiente con plantear todo esto; el hombre que yace con la mujer en la cama decide darle un giro al diálogo e introduce un corte seco en la conversación que mantienen ambos; empieza a preguntarle por el trabajo. Aunque es un corte que tiene sus consecuencias, también es cierto que se plantea como oportunidad para mostrarnos cómo es Arthur en otro ámbito, para dibujarnos la posición de este sujeto; cómo se comporta alguien que padece una crisis de angustia porque su mujer se retrasa a la hora de regresar a casa. Arthur es alguien que no se pregunta nada, todas sus preguntas van dirigidas al otro. Aquí reviste especial interés la interpretación que deja caer el texto, está en boca del hombre de pelo entrecano pero en realidad es Salinger el que nos dice “ …animales somos todos”, y que Arthur de manera tan vehemente niega; él será un engañado, un estúpido, viene a decirnos que está dispuesto a seguir a su fantasma hasta donde este lo quiera llevar, pero no un animal. En todo caso un débil, y esta versión ya ven ustedes que no está tan mal, porque le permite dar un giro a su propio discurso y empezar a enumerar los motivos que lo unen a Joanie, los recuerdos del enamoramiento, toda una serie de cosas que llevan implícito lo que engancha a este hombre con esta mujer, un cierto reconocimiento de que algo le une a ella, y esto no desaparecerá marchándose al ejército ni cortándose aquella parte del propio cuerpo.

Es una verdad que conviene saber ésta, la de que las parejas se anudan por determinaciones inconscientes, no se trata de decisiones voluntarias ni conscientes, y el significante “débil” puede tomarse desde ahí, es cierto que todos somos débiles en ese sentido, en el de que algo se escapa a nuestros planes y se dispone por su cuenta, aunque en realidad sea por nuestra propia cuenta, conviene pensarlo así porque el otro camino puede desembocar en ese qué hago yo con éste o con ésta, o qué hago trabajando de tal cosa o tal otra, buscando finalmente en el lugar equivocado todas nuestras respuestas. El hombre que está en la cama no puede creer el cambio que transmite su interlocutor en la segunda llamada, no creo que desdecirse sea el verbo adecuado para describirlo, y se lleva la mano a la cabeza dándose cuenta de que todos sus comentarios no han valido de nada, han pasado parte de la noche hablando en vano, en realidad toda angustia desaparece cuando ella vuelve.

Hablando de respuestas, he llegado hasta aquí sin responder la pregunta que nos plantea el cuento acerca de si esta historia es la de un adulterio o no. No está claro, desde luego, ya vemos que es mucho más que eso, pero invito a inclinarse, a tomar partido. Por mi parte, no me queda más remedio que seguir siendo un poco ambiguo: el relato no me sugirió eso, podría darles detalles pero principalmente fue una sensación, mi propia ficción no encontró la temática de una adúltera engañando a su marido, más bien como les conté, la de la zozobra de un hombre con las características de un chiquillo que recurre a otra figura masculina que sí parece contar con el bagaje suficiente para manejarse en el mundo de los adultos.

Pero si les digo que la mujer que está en la cama no es la mujer de Otro también les estoy mintiendo, porque para el hombre, la condición amorosa es que la mujer en cuestión sea la mujer de otro hombre, es su condición para ser reconocida. Quizá cuando Dios le dio a Adán a la mujer sentó sin quererlo este precedente. Lo de la costilla es otro cantar, pero eso ya otro día se lo cuento.

Alberto Estévez

martes, 24 de mayo de 2011

El enunciado y la enunciación en Linda Boquita y verdes mis ojos, de Salinger. Por Miguel Ángel Alonso


Quiero felicitar, en primer lugar, a Alberto Estévez por el magnífico y lúcido artículo que escribió sobre el relato de Salinger, una interpretación verdaderamente sugerente y enriquecedora a la que añado, como complemento, esta otra, más centrada en la disputa por un poder que se esconde detrás de los enunciados de los protagonistas.

Al finalizar la lectura de Linda boquita y verdes mis ojos, de inmediato, otro cuento vino a mi mente, La carta robada, de E. A. Poe. También en el cuento de Salinger encontramos, en los protagonistas, cambios de registros afectivos y de lugares causados por la intervención de un lenguaje del que, al menos uno de los protagonistas, Lee, aun creyéndose dueño del mismo, no parece poder dominarlo. De tal manera, vemos que se ponen en juego dos niveles del mismo, el del enunciado y el de la enunciación. Además, nos encontramos con otra particularidad, el abrochamiento retroactivo de la significación del relato, que no podemos sustanciar más que desde la escena final y, todavía, sin una seguridad total.

Bien podríamos quedarnos en el nivel del enunciado. Este plano del lenguaje nos informaría de una situación bastante común, un hombre, el del pelo cano, acostado con una mujer; otro hombre, Arthur, que lo llama para contarle las desventuras con su propia mujer, a la que supone de juerga, pero que finalmente aparece y el suspense se diluye, etc., etc. Ni siquiera tendríamos por qué pensar en cuestiones como el adulterio, el engaño, la falta de moralidad, pues nada nos informa de ello directamente, salvo algunas frases concretas de Arthur en relación a su mujer, pero que podríamos atribuir, perfectamente, a una persona atormentada por los celos. Sería otro cuento.

Pero un lector atento, rápidamente queda advertido de que Salinger es un auténtico maestro de los detalles en el uso y en la escucha que hace del habla cotidiana. Y nos damos cuenta de que tras el enunciado, tras las palabras de los protagonistas –sobre todo de las del hombre de pelo cano— habla un sujeto, un deseo: es el plano de la enunciación. Estaríamos, con esta hipótesis, ante un relato más propio para la escucha que para el encuentro con significados codificados en el enunciado. Los deseos están aquí y allí, o bien circulando de un lado a otro, o bien paralizados en virtud del poder que uno u otro protagonista ostenta en función de su posición en el discurso.

Hablo de poder porque, al igual que ocurría en La carta robada de Poe, aquí también parece haber un enfrentamiento entre dos protagonistas, Lee y Arthur, por la conquista de un lugar. El primero trata de sostenerse en una posición cínica, desvergonzada y mentirosa; y Arthur, por su parte, trata de desnudar al otro para situarlo frente a su cinismo. De esa manera, la enunciación que circula por debajo del discurso de Lee viene a romper el discurso lineal del enunciado y a resignificarlo. Es así como, donde creíamos que el hombre de pelo cano estaba resguardado de los avatares de la vida, es asaltado por el lenguaje para desubicarlo y arrebatarle el poder que creía poseer sobre el otro, Arthur.

La enunciación delata a Lee. Todo lo que leemos en la primera parte de la llamada telefónica es un discurso que nos está remitiendo, continuamente, a otro plano, en los sobreentendidos, en los sobresaltos, en los baches, en los cortes, en los puntos suspensivos, en las detenciones del discurso lineal. Nada nos autoriza a sacar conclusiones precipitadas de estos elementos en el momento en que nos asaltan, pero hay que admitir que tienen sonidos extraños. Por ejemplo, que sepamos, en la época de Salinger no existía el mecanismo que nos informa sobre el número que hace la llamada. Pero está presente continuamente un saber anticipado. Es lícito preguntarse, ¿por qué tanto ritual ante una llamada? Palabras tales como “por alguna razón preferiría que no contestara...” “¿A ti qué te parece?” no pueden ser inocentes, sino que están ahí para, al menos, atraer nuestra atención. Y claro, además de su sonido, hay que pensar que estamos ante las primeras frases del relato, lo cual no puede sernos indiferente.

Salinger juega también, en momentos puntuales, con los gestos, las miradas a la chica, las miradas de la chica al hombre de pelo cano. También el gesto de situar la mano en la cabeza cuando siente la amenaza de que Arthur venga a su casa, y la defensa, ya con palabras, que Lee lleva a cabo:

“-Lo que tú quieres es estar justo ahí cuando ella llegue a casa.
-Sí. No sé. Te lo digo de verdad, no sé.
-Bueno, pero yo sí. Sinceramente, yo sí”

Claramente sabe lo que le conviene. A lo que la mujer asiente elogiándolo:

“Estuviste maravilloso. Realmente maravilloso –dijo la chica observándolo—. ¡Dios mío! Me siento fatal.”

¿Por qué habría de estar maravilloso? ¿Ante qué? ¿Por qué habría de sentirse fatal? Sólo pueden ocurrir dos cosas. Una, que ella no sea la mujer en cuestión, y ambos sepan que la mujer de Arthur esté con otro –no tendría tanta potencia el cuento— o bien que los dos estén implicados en la trama.

Todo se resignifica en el absurdo final. Si la mujer llega efectivamente a casa, el cuento, como sostengo, parece perder fuerza y sustancia. La potencia se la da pensar que la mujer no llega a casa y Arthur lo sabe todo, bien porque lo dedujo de la conversación con el hombre de pelo cano, o bien porque lo sabía ya cuando realizó la primera llamada.

“-Joanie acaba de llegar.
- ¿Qué?... Y con la mano izquierda se protegió los ojos, aunque la luz estaba a sus espaldas”
- De todas formas, le voy a hablar de todo esto esta noche. O tal vez mañana...”

Pienso que mañana será más adecuado. Por la noche la oreja que pudiera escuchar está en otro lado. Pensemos que Arthur no sabía nada pero sospechaba y quería asegurarse. Es como si los ojos de Arthur viesen bien, y su oreja, ella sí, hubiese estado verdaderamente atenta a la escucha, mientras el hombre del pelo cano no se enteraba de nada, ni supiese de lo que verdaderamente estaba hablando. En lo que hablaba, en realidad, le estaba revelando que la mujer con la que se acostaba era la suya. Podemos pensar que la escucha de Arthur apuntaba al ser de Lee, es decir, a ese lugar donde creía sostener el poder sobre él.

¿Qué sentido puede tener, si no, la perplejidad, la detención de la palabra de Lee, el acto de llevarse las manos a los ojos para no ver? El poder cambió de lugar. Lee quedó desnudo ante su cinismo, algo verdaderamente insoportable. Difícilmente el ser humano soporta semejante desnudez. Arthur lo hizo hablar para arrebatarle el poder.

Y otra hipótesis es que, quizá, todo lo sabía Arthur de antemano. También aquí habría dos hipótesis. En la primera, el cinismo circula por todos. Arthur, no siente gran cosa por su mujer y sólo le interesa hacerle saber a los otros que está al tanto de lo que ocurre. O bien puede ocurrir que lo que dice en el final sea sincero y está tremendamente enamorado de su mujer. En ese caso no podríamos pensar más que en un gran gesto de humildad. Es otra de las posibilidades.

Por lo tanto, en el final, la jugada maestra que realiza Arthur informando sobre la llegada de su esposa, viene a resignificar todo el cuento permitiendo establecer diferentes y variadas hipótesis. Ninguna puede quedar definitivamente cerrada. Las posiciones de cada uno se trastocan según la hipótesis que mantengamos y el poder cambia siempre de lugar en favor de Arthur. El sometido, el débil, toma una posición de saber y de poder, mientras que el que ostentaba todo el poder queda devaluado por su desnudez.


Miguel Ángel Alonso

viernes, 6 de mayo de 2011

Mª José Martínez nos reseña "Linda boquita y verdes mis ojos"

Bajo este título, que al leerlo por primera vez se nos antoja juguetón, se esconde este relato escrito hacia 1948, uno de los nueve que Salinger publicó en la revista New Yorker, en junio del cincuenta y uno. Él fue junto a Carver y Fitzgerald, uno de los que más influyó en la nueva narrativa norteamericana, y es por este relato que podríamos pensar, que nuestro amigo se había convertido en un hombre apático y aburrido.


Así es seguramente como quedó después de luchar en la segunda guerra mundial el autor del Guardián entre el centeno, el hombre que permanecía allí cuidando a la juventud norteamericana para que ninguno de sus chicos se despeñara por un precipicio. Y tal vez fue así, y por eso luchó en Normandía, el que dio vida al personaje del libro que ya se cuenta entre los clásicos del s. XX.


Nacido en Nueva York en 1.919, fue un reflejo sutil de la sociedad de su tiempo, contándonos de ella a través de las vivencias y palabras de un joven, un poco raro, que parecía ser muestra patente de parte de aquella juventud. Pero en este relato, la joven que permanece acostada junto al hombre mayor, casi no dice nada, porque con su lenguaje cinematográfico nos habla de una indolente sociedad donde los valores se difuminan como si estuviesen al borde del sueño. Así la vemos incorporándose sobre el brazo derecho, así es cómo nos enteramos por teléfono de que Joanie se ha perdido, que su marido, Arthur, la ha perdido, que la busca, pero que nadie sabe dónde está, porque ella estaba junto a él en una fiesta tonta y en un cierto grupo, donde en algún momento todos se llenaban “de esa horrible alegría digna de Conecticut”. Y si leemos con cuidado hasta el final, quizá pensemos que esa chica, en Conecticut, no se habría perdido. Porque ahí estaba la otra cara de la moneda, la cara ñoña de la sociedad de aquel tiempo.


–Y ¿se la llevaron por la fuerza? –le pregunta al marido el amigo del teléfono que tiene a su lado acostada a una chica.


Y resulta que no, porque nunca hizo falta la fuerza para llevar a ningún lado a la buena de Joanie, que no es inteligente sino simple y que en cuanto bebe un poco se restriega con el primero que llega a la cocina. Eso es lo que le aclara el bueno de Arthur a su amigo para que vayamos conociendo a su mujer, a la que fácilmente identificamos con la chica acostada con el hombre canoso.


–Pero esta vez va en serio, –dice el marido enfadado–. Y entonces todos pensamos que el hombre mayor, que va a beneficiarse a la muchacha, es un amigo cínico y desalmado que le da consejos a Arthur y que no deja de decirle que se tranquilice porque tal como está, “así no vamos a ninguna parte”. Ese es el latiguillo que se repetirá varias veces durante el relato, con lo que el amigo quiere decirle, que nada se arregla con quejarse. Ni con nada. Pero es que además, en esa conversación, le vamos a oír decir al marido, que ha tenido una conversación muy brillante con la chica que cuidaba a los niños. Tal para cual.


Finalmente el marido se define como un hombre débil que ya no sabe si quiere o no a su mujer. Y es en esos dos personajes masculinos y en el de la chica indolente, donde Salinger refleja a esa sociedad norteamericana por la que extrañamente siente devoción. Y el marido, que no para de hablar en una verborrea estúpida e inútil, afirma que a veces ella es una chica estupenda. Es curioso ver como es aquí cuando, a la vista de tanta estupidez, el amigo le da una cierta explicación y le comenta que al final “todos somos animales”.


Hay que pensar que el autor siempre deja su huella en la obra a través de algún tipo de reflexión, y creo que la tenemos aquí, porque este es el curioso y cínico comentario del personaje tras el que se esconde el autor. Así es cómo nos deja constancia de la idea elemental y del resumen final que cierta juventud norteamericana está sacando de la vida. Y creo que en este sentimiento ha tenido mucho que ver lo que el autor ha vivido en la guerra, porque, evidentemente, él habría podido ver, después del desembarco de Normandía, que todos somos animales.


Sigue el relato, y en medio de todo ese discurso los dos hombres hablarán de otra cosa, mientras él sigue dándole consejos al marido y sugiriéndole que es él quien provoca esa conducta en su mujer. Y mientras sigue con el brazo debajo del cuerpo de la chica, le dice que Joanie ya es una mujer adulta. Seguro. Luego Arthur quiere presentarse en casa del amigo con lo que aumenta el suspense del relato sobre lo que se pudiera descubrir. A todos nos ha llamado la atención el comienzo del relato cuando el hombre canoso le pregunta a ella si quiere que conteste o no al teléfono, porque parece que ambos saben de dónde procede esa llamada.


Mientras discurre el diálogo va pasando la noche, y en un momento donde ya nadie espera nada, Arthur llama para decir que Joanie ha aparecido. A pesar del susto del amigo, tan significativo, pensamos que todo esto pudiera ser un truco de suspense, y que la chica acostada con el “hombre canoso”, un hombre cualquiera, bien pudiera ser también otra chica, una chica cualquiera. Y así será, seguramente, y así pudiera ser, si nadie viene hasta nosotros para explicarse y decirnos que el pobre marido ha querido disimular su nocturna vergüenza. Por ejemplo.


Pero llega el final y todos seguimos con la duda de si la mujer de Arthur es la misma chica del amigo. Salinger no expresa nada de forma clara, porque el amigo es falso, irónico, escurridizo e incapaz de decir algo serio. Pero también podemos apreciar, perfectamente, la mella que la tal conversación hizo en él. Esa es, tal vez, la prueba de la traición. O el simple can­sancio. Porque el amigo es cínico y duro pero ya está aburrido. Y porque cinismo y amistad no casan, es por lo que su amigo Arthur le arruinó la noche.


El relato en tercera persona es puro artificio, y si no fuera porque es del anguloso y astuto Salinger, pudiera darnos la impresión de ser el ejercicio literario que un día se propuso a unos alumnos para aprender a entretener el tiempo de una narración. O para disimular una realidad. Hay en él recovecos inútiles del lenguaje, algo de cansancio, reiteraciones, pero todo eso formó parte de su estilo.

Y el tal ejercicio le salió bien, como no, a Jerome David Salinger, hijo de un comerciante judío, casado con una conversa, que dedicó toda su vida a contarnos de esa joven sociedad norteamericana, rica y snobista, que pasada la Segunda Guerra mundial quiso seguir jugando a ser original, cínica y algo despreocupada.

Mª José Martínez